Me contó un francés colonial que durante la última guerra un navío norteamericano tuvo que desembarcar en Madagascar, por una semana, un jeep con un observador militar. Este jeep llevaba sobre el techo el signo de la Cruz Roja Internacional. El encargado de esa misión era un negro de Harlem. Subió laderas, cruzó valles, llegó a montañas inexploradas. Visitó tribus desconocidas. Era un negro jocundo, de grandes dientes blancos, lleno de pulseras doradas, de risa estentórea y poderosa voz. Los primitivos lo miraban y lo admiraban. De cuando en cuando, desde el jeep, él se comunicaba por radio con aviones o navíos. Partió de aquellas regiones coronado de flores. Entonces su recuerdo se fue convirtiendo poco a poco en una gran religión que ahora tiene más adeptos que los cultos protestantes y católicos. En los más altos peñascos de Madagascar los nativos pintan inmensas cruces rojas para que él las vea y se digne regresar del cielo. Mientras tanto, este hombre, ahora viejo y cansado, que no sabe que es Dios, debe hallarse encerando pisos en Nueva York.
Pablo Neruda, "Sin dioses y sin ídolos".