Cuando abrí los ojos y conseguí reivindicar mi evolución como ser bípedo, me dirigí al baño. Del grifo salió agua. Primero fría (la de despertar un poco más), luego caliente. Cuando los ojos ya estaban algo más espabilados pulsé el interruptor de la luz. Se encendió la luz. Era de esperar, pero significa tanto...
Meada. Sentado, que hay que cuidar la higiene y la próstata. Un chorro neutral, no de esos potentes de festival. Pero decente para esta edad mía. Segunda lavada de manos. (Una vez escuché a un abuelo explicarle al nieto, en los lavabos de el CorteInglés de Santiago, que si te vas a manipular la minga, sea cual sea el fin, te lavas primero y después).
Me dirijo a la cocina. A la zona de desayuno (las cocinas modernas tienen zona de desayuno, igual que tienen gavetas en vez de cajones). Tengo café. Lo pongo en la máquina. Que rico y qué calentito. Con esto ya casi estoy despierto de todo. El día no va mal. Tengo agua caliente, luz y café. Y he podido mear. Falta poco para que el día sea perfecto.
El caso es que noto que mi vida no ha variado mucho. Todo sigue igual.
Ah bueno. Algo si que ha cambiado para mi. Algunas personas que conozco son un poco más felices, o tienen un nuevo nivel para aspirar a serlo. Y a mi no me ha supuesto nada. Nada que no fuera estar con ellas, sin interrumpir. Sólo me bastó no interrumpir. Y cuando fuera necesario, mostrar mi apoyo.
Y todo esto, sin entrarme ganas de elucubrar con una hipotética maniobra mía para fingir ser mujer e ir a tocar los cojones a un administrativo para hacer luego el gilipollas en ninguna tertulia.
Yo hoy también soy un poquito más feliz. Que rico sabe así el café.