"Durante veinte años, de los siete a los veintisiete, Sonechka había leído casi sin tregua. Cuando se sumía en la lectura era como si entrara en trance y sólo volvía en sí al pasar la última página del libro.
Atesoraba un talento excepcional, tal vez una suerte de genialidad para la lectura. Su empatía con la letra impresa era tal que confería a los personajes de ficción la misma categoría que a las personas de carne y hueso, parientes y amigos, y el sufrimiento sublime de Natalia Rostova junto al lecho del moribundo príncipe Andréi era para ella tan auténtico como el dolor desgarrador experimentado por su hermana cuando perdió a su hija de cuatro años como consecuencia de una estúpida distracción. Mientras hablaba por los codos con la vecina, no se dio cuenta de que la niña, regordeta, había caído dentro de un pozo...
¿Qué era aquello? ¿Una incapacidad total para comprender el elemento lúdico inherente a todas las artes, la confianza pasmosa de una niña que no ha crecido, la falta de imaginación que llegaba a borrar la frontera entre ficción y realidad, o bien, por el contrario, una huida obstinada al reino de la fantasía donde todo lo que quedaba fuera de sus confines perdía el sentido y la sustancia?
La devoción de Sonechka por la lectura, que se había transformado en una forma leve de locura, no cesaba de avivarse mientras dormía. Parecía incluso que leyera en sueños, imaginando novelas trepidantes. Según la naturaleza de la acción, visualizaba el estilo de la tipografía, y por un extraño instinto, sentía aflorar los párrafos y puntos suspensivos. La sensación de desplazamiento espiritual que le provocaba su pasión enfermiza se redoblaba incluso durante el sueño, porque era entonces cuando desempeñaba de pleno derecho el papel de heroína o héroe, morando en la delgada frontera entre la voluntad tangible del autor, de la cual era consciente, y su ambición personal de movimiento, aventura y acción. ".
Sonechka de Liudmila Ulítskaya