Mientras que cada vez somos más previsibles, nos parecemos más al estar moldeados por la persuasión del mercado, nunca hemos necesitado tanto ser tan diferentes, pensarnos tan diversos. Esta ansiedad por la diferencia se manifiesta en el consumo, tanto de bienes materiales como de bienes intangibles, pero ocupa todas las parcelas de la vida, incluso las más íntimas.
Tentaciones, el suplemento de tendencias de El País que empezó a mediados de los noventa como una revista cultural con ánimo independiente, lo que no era más que un eufemismo para tratar la conversión de la contracultura de las tres anteriores décadas en producto de consumo, fue una referencia para la juventud que quería diferenciarse del resto. Así, quien no encajaba con Los 40 Principales o Cadena Dial, las radio-fórmulas de pop comercial de PRISA, podía leer Tentaciones, que funcionaba más que como una publicación de crítica cultural como un ente prescriptor, es decir, su fin no era informar al público si tal producto cultural era bueno o malo de acuerdo con unas categorías consensuadas, sino si tal o cual producto cultural era necesario para ser una persona especial.
En 2017, Tentaciones sigue siendo un suplemento de prescripción cultural, pero además ha ampliado sus horizontes a casi todas las facetas cotidianas necesarias para ser cool. Entre ellas el sexo que, si bien siempre ha sido un buen material comercial periodístico, hoy se utiliza para acentuar la enorme diversidad de la que parece que disfrutamos. Tentaciones dedicó artículos al contouring, el maquillaje y la cirugía vaginal para que este órgano sea estéticamente agradable (desconocemos con base en qué criterios); a Wikitrans, la guía definitiva para no perderse en las nuevas sexualidades; a la atracción sexual hacia los globos; a la gente que quiere tener sexo en el baño de un avión; se preguntaron si las cosquillas eran el nuevo porno; nos hablaron de las mujeres que tenían orgasmos mientras conducían para ir a trabajar; nos descubrieron la dendrofilia, el stationary fetish, la ficciofilia, la anortografofilia y el medical fetish, es decir, la excitación sexual por los vegetales, el material escolar, los personajes de ficción, las faltas de ortografía y el material médico[3].
Quizá algún lector o lectora de este libro se excite acariciando únicamente el tapete de ganchillo de una mesa camilla, lo cual nos parece estupendo. No se trata aquí de hacer mofa de las prácticas sexuales, por muy inverosímiles que resulten, o mucho menos de condena, siempre que sean consensuadas entre adultos. Sí de hacer notar la enorme ansiedad que destila todo el asunto. Lo sexual también parece haberse convertido en una extensión de las identidades frágiles, habiéndonos convertido en consumidores de singularidades como forma de acentuar nuestra diferencia. Por otro lado, en 2015 en España, 48 niñas de entre diez y catorce años y 5751 adolescentes de entre quince y diecisiete años fueron madres y un 40 por 100 de los nacimientos primerizos fueron de mujeres de cuarenta años o más[4]. Aunque, evidentemente, no vamos a reducir la sexualidad a la reproducción, destaca la poca atención que despiertan temas como una deficiente educación contraconceptiva o unos padres primerizos cada vez más mayores, consecuencia directa no de una decisión personal sino de las precarias condiciones laborales. Así, los temas materiales parecen salir de la agenda pública mientras que el fetiche de la peculiaridad se asienta en ella.
La trampa de la diversidad. Daniel Bernabé.