Recuerdo a un miembro de una de las primeras familias de Nueva York (la primera a la derecha, conforme se entra en la Décima Avenida) que puso en sus invitaciones: «No es preciso vestirse».
Por desgracia, una de las invitadas, una dama encantadora, excelentemente modelada, tomó la advertencia al pie de la letra.
(Quisiera saber por qué habré puesto «Por desgracia».)
Normalmente, para una mujer, resulta adecuado llevar un sencillo traje de tarde por la tarde y un traje de noche por la noche.
Respecto a los hombres, el problema es, aún, menos delicado.
La corbata negra resulta siempre apropiada, siempre y cuando no se prescinda del cuello.
En cuanto al frac y el chaqué, no sé por qué, pero me sugieren la idea de un rabo parecido al de los perros.
El gorrón experimentado procura ser siempre el primero en sentarse a la mesa.
Así, si el vecino de uno u otro lado no son de su agrado, tiene tiempo de cambiar las tarjetas de sitio.
De ser sorprendido en la operación, es mejor no exponer las razones que le impulsaron a hacerlo.
Es preferible adoptar una actitud constructiva, observando alegremente:
—Se trata simplemente de que deseo sentarme junto a la condesa Rittenhouse. Los amigos del club me dijeron que uno se desternilla de risa cuando consigue hacerla beber unas cuantas cervezas.
(Es de pésimo gusto añadir al final, «¿Eh, condesa?»)
Nos ocuparemos ahora de los platos.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que la ensalada queda a nuestra izquierda, que, a menos que se trate de espárragos, no debe cogerse con los dedos.
El plato de la derecha (condesa Rittenhouse) no debe de tocarse bajo ningún concepto.
Si la comida que se nos ofrece no es de nuestro agrado, no es discreto gruñir ni comentar que mejor hubiéramos comido en casa, sin tener que esperar a las nueve menos cuarto de la noche.
Tampoco es prudente hacer observaciones que impliquen una velada amenaza, tales como, por ejemplo:
—Madame, si esta bazofia me produce dispepsia, le mandaré mi abogado mañana por la mañana.
(Si la dispepsia se produce realmente, basta con que los abogados concierten una indemnización adecuada.)
Sin embargo, todo esto puede evitarse, si le decimos a la anfitriona con la mejor de nuestras sonrisas:
—Querida Elsa, a trancas y barrancas he podido tragarme la sopa y la ensalada, pero este potingue es superior a mis fuerzas. ¿Por qué no manda que me frían un par de huevos?
Si se baila en la fiesta, el verdadero gentleman no se propasará con su pareja ni intentará besarla, sobre todo cuando la dama en cuestión exija la presencia de un guardia a grito pelado.
En casos como éstos, hay que ser comprensivo y tolerar con indulgencia el atractivo que para las mujeres representa siempre el uniforme.
La mayor parte de las jovencitas no aceptan determinadas promiscuidades.
(De no ser así, será que yo he tenido verdadera mala suerte.)
Por ello, es conveniente que aprendan a contener el eventual manoseo de un caballero, sin llegar a ofender su dignidad.
En casos tales, es aconsejable alguna observación de tipo personal, como, por ejemplo:
—¿No le han dicho nunca que parece usted un pulpo?
Groucho Marx, "Memorias de un amante sarnoso."