Igual que los animales no trabajan, nada es más natural con el curso de las cosas que unas criaturas vivan a costa de otras.
La mayor riqueza es poseer una multitud de pobres laboriosos. Sin ellos, no podrían existir los placeres de una gran nación; de ellos derivan todas las comodidades y bienes, y hay que procurar su multiplicación del mismo modo que se previene la escasez de provisiones.
Igual que se debe impedir que el pobre pase hambre, conviene evitar que pueda ahorrar. El interés de la nación exige que los pobres gasten todo lo que ganen para que sigan estando necesitados. Es prudente aliviar sus necesidades, pero desatinado curarlas.
Apenas tenemos suficiente número de pobres para proveer a nuestra subsistencia, y no es talento ni genio lo que necesitamos, sino diligencia y aplicación. Para conseguir prosperidad hay que obligar al hombre a rendir al máximo de su capacidad. El problema es que hay gran número de jornaleros que si pudieran sostenerse trabajando únicamente cuatro días a la semana, sería difícil persuadirles para que trabajaran el quinto. Cuando vemos que un artesano no puede ser empujado a su trabajo hasta el martes, porque el lunes le queda todavía parte de la paga de la última semana, ¿como podemos pensar que trabajaría alguna vez, si la necesidad inmediata no le obligara?
Incluso hay criados que se han constituido en sociedad, quedando obligados entre ellos a no servir a amo alguno por menos de una suma determinada, de forma que si alguno pierde su trabajo por seguir los estatutos de su honorable corporación, sea atendido por los demás hasta que pueda encontrar otro empleo.
La cantidad de trabajadores, ajenos a todo lo que no sea su labor, es demasiado pequeña; pero lo importante es que los inferiores, lo sean no solamente en riqueza, sino también en conocimientos. Cuantas menos nociones tengan de una existencia mejor, más contentos se sentirán con la suya. Es necesario que sus saberes se limiten a sus ocupaciones. Los hombres que han de permanecer hasta el fin de sus días en condiciones de vida duras, aburridas y penosas, cuanto antes empiecen a practicarlas más pacientemente se someterán y acostumbrarán a ellas. Las penalidades no son tales para los que se han criado entre ellas.
No es posible que muchos miembros de la sociedad vivan en la ociosidad, disfrutando de todas las comodidades y placeres que puedan inventarse, sin que haya al mismo tiempo multitud de gentes que trabajen duramente para ellos.
Aborrezco la inhumanidad y no quisiera que me creyeran cruel, pero ser excesivamente compasivo, sería una debilidad imperdonable. Se dirá en mi contra, que es bárbaro negar a los hijos de los pobres la oportunidad de desarrollar sus facultades puesto que Dios los dotó de iguales talentos que los ricos, pero no creo que esto sea más penoso que su falta de dinero cuando tienen las mismas necesidades que los demás.
Incluso entre las gentes más bajas, a pesar de su humilde origen, hay personas bien dotadas que logran elevarse de la nada. Pero hay gran diferencia entre impedir a los hijos de los pobres que mejoren su condición, y negarse a darles una educación que no necesitan cuando pueden ser empleados más útilmente en otros menesteres.
[...] Hay una gran diferencia entre ser sumiso o dócil; el que se somete a otro acepta lo que le disgusta para huir de lo que le desagrada más; dócil es el que se muestra útil a la persona a la que se somete.
Para ello, es necesario que interprete su servidumbre como algo que redunda en su propio beneficio. No hay otro ser viviente que pueda ser convertido tan fácilmente en un manso servidor de su especie como el hombre. [...]
Bernard Mandeville, "La Fábula de la Abejas", 1714.