De repente, a los críos les gusta meter ponies en los ascensores, subirlos hasta los pisos más altos, y montarlos por los pasillos y pasarelas del espacio aéreo de las casas municipales, entre puertas y ventanas por un lado, y la barandilla baja y el cielo nocturno por el otro. Es verdad. ¿De dónde han sacado los ponies? ¿De los solares, de los canales? Allá suben, a lo alto de las torres de la perversidad. Ni siquiera, maldita sea, parece muy divertido. Yo he sido un gamberro cuando tenía la edad para serlo, y, créanme, no hay rival para el gamberrismo cuando se trata de encontrar diversiones por lo libre. El gamberrismo es un millón de carcajadas… No es nada bueno para los inquilinos tener que oír esos alaridos de pánico animal. No es nada bueno para los animales, cuyos genes no les han preparado para esta clase de vida nocturna, esta clase de vida en las alturas. Pero los ponies no pueden quejarse. Tienen que aguantarse como todos los demás. Tienen que adaptarse, mutar. No pueden esconderse. Nadie puede esconderse. Ya era hora, de hecho, de que los ponies abandonaran sus viejas costumbres e hicieran algo por el siglo XX.
Dinero. Martin Amis.