‑La sensación de haber hecho lo mejor... la sensación que es la verdadera vida del artista y cuya ausencia supone su muerte, de haber extraído de su instrumento intelectual la música más hermosa que la naturaleza había escondido en él, de haberla tocado como debe tocarse. O bien lo hace o bien no lo hace y, si no lo hace, no merece la pena que se hable de él. Por tanto, precisamente, los que realmente saben no hablan de él. Puede que él aún oiga una gran cháchara, pero lo que más oye es el incorruptible silencio de la Fama. Yo la he sobornado, se podría decir, en mi momento... pero ¿cuál es mi momento? No se imagine ni por un minuto ‑prosiguió el Maestro‑ que soy tan sinvergüenza como para haberlo traído aquí abajo para abusar o para quejarme de mi esposa ante usted. Es una mujer de cualidades distinguidas, a quien estoy inmensamente obligado; de modo que, si me hace el favor, no diremos nada de ella. Mis chicos, mis hijos son todos varones, son rectos y fuertes, gracias a Dios y no hay pobreza de crecimiento a su alrededor, no hay penuria de necesidades. Recibo periódicamente el más satisfactorio testimonio de Harrow, de Oxford, de Sandhurst, ¡oh, hemos hecho lo mejor por ellos!, de su eminencia como organismos que viven, consumen y prosperan.
‑Debe ser maravilloso sentir que el hijo de las propias carnes está en Sandhurst ‑comentó Paul con entusiasmo.
‑Lo es... es encantador. ¡Yo soy un patriota!
El joven, en ese momento, se vio en la obligación de pagar el más grande de los tributos de preguntas.
‑Entonces, ¿qué quiso decir usted la otra noche en Summersoft, al declarar que los hijos son una maldición?
‑Mi querido joven, ¿de qué base partimos? ‑y St. George se dejó caer en el sofá a corta distancia de él. Sentado ligeramente de lado, apoyó la espalda en el brazo del sofá con las manos cruzadas detrás de la cabeza‑. ¿De suponer que cierta perfección es posible e incluso deseable, no es así? Pues todo lo que digo es que los hijos de uno interfieren en la perfección. Interfiere la esposa. Interfiere el matrimonio.
‑¿Cree que el artista no debería casarse?
‑Lo hace corriendo un riesgo, lo hace a sus expensas.
‑¿Ni siquiera cuando su esposa comprende su trabajo?
‑Nunca comprenden... ¡no pueden! Las mujeres no conciben tales cosas.
‑Pero no hay duda de que en ocasiones son ellas mismas quienes trabajan ‑objetó Paul.
‑Sí, y muy mal. Oh, claro, a menudo creen que entienden, creen que comprenden. Entonces es cuando son más peligrosas. Creen que uno va a hacer mucho y que obtendrá mucho dinero. Su gran nobleza y virtud, su conciencia ejemplar como hembras británicas está en mantenerlo a uno ahí. Mi esposa lleva todos los tratos con mis editores y lo ha hecho durante veinte años. Lo hace consumadamente bien, por eso vivo con tanto desahogo. ¿No es uno el padre de sus inocentes criaturas y va uno a privarlas de su sustento natural? La otra noche me preguntaba usted si no son un incentivo inmenso. Claro que lo son, ¡no hay duda de eso!
Paul lo consideró: para unos ojos que nunca habían estado tan abiertos, había tanto que observar...
‑En cuanto a mí, me da la impresión de que necesito incentivos.
‑Ah, entonces n'en parlons plus! ‑sonrió magnánimamente su compañero.
‑Usted es un incentivo, lo mantengo ‑prosiguió el joven‑. Usted no me afecta de la manera en que al parecer le gustaría afectarme. Lo que veo es su gran éxito... ¡la pompa de los Jardines de Ennismore!
‑¿Éxito? ‑los ojos de St. George tenían una luz fina y fría‑. ¿Llama usted éxito a que se hable de uno como hablaría usted de mí si estuviera aquí sentado con otro artista, un joven inteligente y sincero como usted? Llama éxito a hacer que se sonroje, ¡cómo se sonrojaría! si algún crítico extranjero (un tipo, claro está, que supiera de lo que está hablando y que le hubiera demostrado que lo sabía, como les gusta demostrarlo a los críticos extranjeros) le dijera: «Seguro que en su país a ése lo consideran el más perfecto.» ¿Es éxito servir de ocasión para que un joven inglés tenga que tartamudear como usted tendría que hacerlo en un momento así por la pobre Inglaterra? No, no; el éxito es haber hecho que la gente baile a otro son. ¡Inténtelo!
Paul continuaba resplandeciendo, todo gravedad.
‑Que intente ¿qué?
‑Intente hacer un trabajo realmente bueno.
‑¡El cielo sabe que quiero hacerlo!
‑Pero no se puede hacer sin sacrificios, no lo crea ni por un momento ‑dijo el Maestro‑. Yo no hice ninguno. Lo tuve todo. En otras palabras, lo he perdido todo.
‑Ha tenido la vida normal humana, masculina, intensa y completa, con todas las responsabilidades y deberes, cargas, penas y alegrías, todas las iniciaciones y complicaciones sociales y domésticas. Deben ser inmensamente sugestivas, inmensamente divertidas ‑adujo Paul con ansia.
‑¿Divertidas?
‑Para un hombre fuerte... sí.
‑Me proporcionaron un sinfín de temas, si a eso se refiere; pero al mismo tiempo me quitaron el poder de usarlos. Traté un millar de cosas, pero ¿cuál de ellas se convirtió en oro? El artista sólo maneja eso... no sabe nada de un metal más bajo. He vivido una vida mundana, con mi mujer y mi progenie; la torpe, convencional, cara, materializada, vulgarizada, brutalizada vida de Londres. Tenemos todo lo bello, incluso un coche; somos perfectos filisteos y gente eminente, hospitalaria y próspera.
Pero, mi querido amigo, no intente hacerse el tonto y fingir que no sabe lo que no tenemos. Es más grande que todo lo demás. Entre artistas... ¡vamos! ‑concluyó el Maestro‑. ¡Usted sabe tan bien como que está ahí sentado que se metería una bala en el cerebro si hubiera escrito mis libros!
A su oyente le pareció que la formidable conversación prometida en Summersoft había tenido lugar, y con una prontitud, una plenitud, con la que su joven imaginación apenas había contado. Esa impresión lo agitó cunsiderablemente y palpitó con la emoción de sondeos tan profundos y confidencias tan extrañas. Palpitó en verdad con el conflicto de sus sentimientos... perplejidad, reconocimiento y alarma, goce, protesta y asentimiento, todo entremezclado con ternura (y una especie de vergüenza en la participación) hacia las llagas y cardenales expuestos por un ser tan exquisito, y con la percepción del secreto trágico que albergaba bajo sus ropas. La idea de que la suya, la de Paul Overt, se hubiera convertido en la ocasión de tal acto de humildad lo hizo sonrojarse y quedar sin aliento, al mismo tiempo que su conciencia se hallaba en cierto sentido demasiado viva para no tragar ‑y no saborear intensamente‑ cada una de las dosis de revelación ofrecidas. Su singular fortuna había hecho que soplara sobre las profundas aguas y que éstas se agitaran y rompieran en olas de extraña elocuencia. Pero ¿cómo no iba a revelar la apasionada contradicción de la última extravagancia de su huésped, cómo no iba a enumerarle las partes de su obra que amaba, las cosas espléndidas que había encontrado en ella, fuera del alcance de cualquier otro escritor del momento? St. George escuchó durante un rato cortésmente; a continuación dijo, posando la mano sobre la de su visitante:
‑Todo eso está muy bien; y si no tiene la idea de hacer algo mejor, no hay razón para que no posea tantas cosas buenas como yo: el mismo número de apéndices humanos y materiales, el mismo número de hijos o hijas, una mujer con el mismo número de vestidos, una casa con el mismo número de criados, un establo con el mismo número de caballos, un corazón con el mismo número de dolores ‑el Maestro se levantó cuando hubo hablado así, quedó en pie un momento, junto al sofá, mirando a su agitado pupilo‑. ¿Está usted en posesión de alguna propiedad? ‑se le ocurrió preguntar.
‑Nada de lo que merezca la pena hablar.
‑Ah, entonces no hay razón para que no obtenga unos ingresos considerables... si comienza con buen pie. Estúdieme a mí para ello, estúdieme bien. Es posible que de verdad tenga caballos.
Paul no habló durante unos minutos. Miró delante de sí, consideró muchas cosas. Su amigo se había alejado y había agarrado un paquete de cartas de la mesa donde yacía el rollo de pruebas.
‑¿Cuál era el libro que Mrs. St. George le hizo quemar, el que no le gustaba? ‑sacó a relucir nuestro joven.
‑El libro que me hizo quemar... ¿cómo sabía usted eso? ‑el Maestro levantó los ojos de las cartas sin la convulsión facial que el pupilo había temido.
‑La oí hablar de él en Summersoft.
‑Ah, sí... está orgullosa de ello. No sé... era bastante bueno.
‑¿De qué trataba?
‑Vamos a ver ‑y pareció hacer un esfuerzo para recordar‑. Ah, sí... era sobre mí mismo.
‑Paul emitió un gemido irreprimible por la pérdida de una producción así, y el hombre de más edad prosiguió‑. Pero debería escribirlo usted..., usted debería hacerme ‑y suspendió el movimiento inquieto que lo había invadido; su sonrisa delicada era un resplandor generoso‑. Ahí tiene un tema, muchacho: ¡con materia interminable!
Paul estaba en silencio de nuevo, pero todo era un tormento.
‑¿Es que no hay mujeres que comprendan de verdad... que puedan participar en el sacrificio?
‑¿Cómo pueden participar? Ellas mismas constituyen el sacrificio. Son el ídolo, el altar y la llama.
‑¿Es que no hay ni una que vea más allá? ‑continuó Paul.
Durante un momento St. George no dio respuesta alguna; tras lo cual, después de romper las cartas, volvió al tema, lleno de ironía.
‑Por supuesto que sé a quién se refiere. Pero ni siquiera Miss Fancourt.
‑Creí que la admiraba muchísimo.
‑Es imposible admirarla más. ¿Está enamorado de ella? ‑preguntó St. George.
‑Sí ‑dijo Paul Overt poco después.
‑Entonces renuncie.
Paul lo miró fijamente.
‑¿Que renuncie a mi «amor»?
‑No, por Dios. A su idea ‑y como nuestro héroe no cesaba de mirarlo fijamente, añadió‑: Ésa de la que habló con ella. La idea de una perfección decente.
‑Ella contribuiría... ella contribuiría ‑gritó el joven.
‑Durante un año, más o menos, el primer año, sí. Después sería como una piedra atada al cuello.
Paul se sorprendió con franqueza.
‑Pero si tiene pasión por lo auténtico, por el buen trabajo... por todo lo que a usted y a mí más nos importa.
‑«A usted y a mí», ¡qué encantador, querido amigo! ‑rió su interlocutor‑. La tiene de verdad, pero tendría una pasión aún mayor por sus hijos... y muy justa también. Insistiría en que todo fuera cómodo, conveniente, propicio para ellos. Eso no es lo que le incumbe al artista.
‑El artista... ¡el artista! ¿Es que no es un hombre en cualquier caso?
St. George hizo una mueca sublime.
‑Me inclino a creer que no. Usted sabe tan bien como yo lo que tiene que hacer: la concentración, el perfeccionamiento, la independencia por los que debe afanarse desde el momento en que comienza a desear que su trabajo sea realmente decente. Ah, joven amigo, la relación del artista con las mujeres, y en especial con la que más íntimamente lo preocupa, se halla a merced del maldito hecho de que, mientras él puede lógicamente tener un solo valor ellas tienen unos cincuenta. Eso es lo que las hace tan superiores ‑añadió St. George divertido‑. Imagínese a un artista cambiando de valores como quien cambia de camisa o los platos de una cena. Hacerlo, hacerlo y hacerlo divino, es lo único en lo que ha de pensar. «¿Lo he conseguido o no?» es su única pregunta. Y no «¿Lo he conseguido en la medida en que lo permita la atención adecuada de mi querida familia?» No tiene nada que ver con lo relativo, sólo con lo absoluto; y una querida familia puede representar una docena de relatividades.
‑¿Entonces no le permite tener las pasiones y afectos comunes de los hombres? ‑preguntó Paul.
‑¿Acaso no tiene una pasión, un afecto que abarca todos los demás? Además, que tenga todas las pasiones que desee... mientras conserve su independencia. Debe ser capaz de ser pobre.
Paul se levantó lentamente.
‑En ese caso, ¿por qué me aconsejó que le hiciera la corte?
St. George le puso la mano en el hombro.
‑¡Porque sería una excelente esposa! Y entonces aún no había leído su novela.
El joven esbozó una sonrisa forzada.
‑¡Ojalá me hubiera dejado en paz!
‑No sabía que eso no era bueno para usted ‑respondió su anfitrión.
‑Qué posición tan falsa, qué condena la del artista, ser un mero monje privado de sus derechos que puede producir su efecto sólo renunciando a la felicidad personal. ¡Qué acusación al arte! ‑continuó Paul con voz temblorosa.
‑¿No se imaginará usted por casualidad que estoy defendiendo el arte? «Acusación»... ¡exactamente! Afortunada la sociedad en que no ha hecho su aparición, pues desde el momento en que llega los consume el dolor, experimentan una corrupción incurable en el pecho. ¡Naturalmente que el artista está en una posición falsa! pero creí que eso lo dábamos por descontado. Perdóneme ‑continuó St. George‑. ¡Ginistrella es la causante!
Paul se quedó mirando al suelo. La torre de la iglesia vecina dio la una en medio de la quietud.
‑¿Cree usted que llegaría a mirarme? ‑expuso a su amigo por fin.
‑¿Miss Fancourt... como pretendiente? ¿Por qué no había de creerlo? Por eso he intentado favorecerlo, he tenido una o dos pequeñas ocasiones de mejorar su oportunidad.
‑Perdone que le pregunte, ¿pero se refiere a haberse mantenido apartado? ‑dijo Paul con sonrojo.
‑Soy un idiota, mi sitio no está ahí ‑declaró St. George gravemente.
‑Yo no soy nada aún, no tengo fortuna; y debe haber tantos otros ‑prosiguió su compañero.
El Maestro consideró esto seriamente, pero le dio poca importancia.
‑Usted es un caballero y un hombre de genio. Creo que podría conseguir algo.
‑Pero si debo renunciar a eso... al genio...
‑Mucha gente, ¿sabe? cree que yo he conservado el mío ‑sonrió St. George maravillosamente.
‑¡Usted es un genio para desconcertar! ‑declaró Paul, mas tomándole la mano agradecido, como para atenuar su juicio.
‑Pobre muchacho, ¡cómo lo preocupo! Pero inténtelo, inténtelo de todos modos, creo que sus posibilidades son buenas y que ganará un gran premio.
Paul retuvo firmemente la mano del otro un minuto; miró esa cara profunda y extraña.
‑No, soy un artista, ¡no puedo evitarlo!
‑¡Demuéstrelo entonces! ‑exclamó suplicante St. George‑. Permítame que vea antes de morir lo que más quiero, lo que más anhelo: una vida en la que la pasión, la nuestra, es realmente intensa. ¡Si puede usted ser especial no abandone! ¡Piense en lo que es, en lo que significa, en cómo perdura!
Se habían dirigido hacia la puerta y St. George había cerrado las dos manos sobre las de su compañero. Aquí se detuvieron de nuevo y nuestro héroe respiró hondamente.
‑¡Quiero vivir!
‑¿En qué sentido?
‑En el más grande.
‑Entonces persista, no ceje.
‑¿Con su comprensión... su ayuda?
‑Cuente con ello, usted será una gran figura para mí. Cuente con mi más elevado aprecio, con mi devoción. Me sentiré muy contento, si es que eso tiene algún valor para usted ‑tras lo cual, como Paul aún parecía vacilar, su anfitrión añadió‑: ¿Recuerda lo que me dijo en Summersoft?
‑¡Alguna chifladura, sin duda!
‑«Haré cualquier cosa que usted me diga.» Dijo eso.
‑¿Y me obliga a mantenerlo?
‑Ah, ¿qué soy yo? ‑suspiró expresivamente el Maestro.
‑Señor, ¡qué cosas tendré que hacer! ‑casi gimió Paul al partir.
6
«Se desarrolla demasiado en el extranjero, ¡al diablo con el extranjero» Éstas u otras similares habían sido las palabras notables del Maestro con respecto a la acción de Ginistrella; y sin embargo, aunque habían hecho severa mella en el autor de esa obra, como casi todas las palabras surgidas de la misma fuente, una semana después de la conversación que he señalado, Overt abandonaba Inglaterra para una ausencia prolongada y lleno de valientes intenciones. No supondría una perversión de la verdad declarar ese encuentro como la causa directa de su marcha. Si las manifestaciones del eminente escritor tenían el privilegio de impresionarlo profundamente, fue especialmente al considerarlas sin prisa, horas y días después, cuando parecieron ofrecerle su significado pleno y exponerle su importancia extrema. Pasó el verano en Suiza y, habiendo comenzado en septiembre una nueva tarea, decidió no cruzar los Alpes hasta tener un buen comienzo. Regresó a este fin a un tranquilo rincón que conocía bien, a la orilla del Lago de Ginebra y con las torres de Chillon a la vista: una región y un paisaje por los que sentía un afecto brotado de antiguas asociaciones y que eran capaces de producir resurgimientos y estímulos misteriosos. Permaneció hasta bastante tarde en este lugar, hasta que hubo nieve en las colinas más próximas, llegando casi al límite hasta el que podía subir cuando, en las tardes cada vez más cortas, su tarea quedaba cumplida. El otoño era bello, el lago era azul, y su libro tomaba forma y dirección. Estas dichas realzaban por el momento su vida, a la que permitía que lo cubriera con su manto. Al cabo de seis semanas sintió que había aprendido de memoria la lección de St. George, que había puesto a prueba y verificado su doctrina. No obstante, hizo una cosa muy incoherente: antes de cruzar los Alpes escribió a Marian Fancourt. Era consciente de la perversidad de este acto, y lo justificó solamente como un lujo, una diversión, la recompensa de un otoño arduo. Ella no le había pedido tal favor cuando, poco antes de salir de Londres, tres días después de la cena en Ennismore Gardens, fue a despedirse. Era cierto que ella no había tenido razón alguna, él no había nombrado su intención de ausencia. Había guardado silencio por falta de la certeza debida: fue esa visita en particular la que, en segunda instancia, iba a resolver el asunto. Había hecho la visita para ver cuánto le importaba ella realmente, y la inmediata partida, sin que mediara ni un explícito adiós, fue la secuela de esta indagación, cuyo resultado había originado en él un profundo anhelo. Cuando le escribió desde Clarens señaló que le debía una explicación (¡más de tres meses después!) por no haberle dicho lo que iba a hacer.
Ella contestó con brevedad mas con prontitud, y le dio una impresionante noticia: la de la muerte, una semana antes, de Mrs. St. George. Esta ejemplar mujer había sucumbido, en el campo, a un violento ataque de inflamación de los pulmones, recordaría que había estado delicada durante bastante tiempo. Miss Fancourt añadió que creía que su marido se hallaba abrumado por el golpe; la echaría de menos terriblemente, lo había sido todo en la vida para él. Ante esto Paul Overt escribió de inmediato a St. George. Se habría alegrado, desde el día de su marcha, de permanecer en contacto con él, pero hasta la fecha había carecido de la excusa apropiada para molestar a un hombre tan ocupado. Su larga conversación nocturna volvió a él con cada uno de los detalles, pero esto no era óbice para expresar el debido pésame al cabeza de la profesión, pues, ¿acaso no había dejado claro esa misma conversación que la difunta dama era la influencia que regía su vida? ¿Qué catástrofe podía ser más cruel que la extinción de tal influencia? Éste había de ser exactamente el tono adoptado por St. George al contestar a su joven amigo al cabo de poco más de un mes. Por supuesto no aludió a su importante conversación. Hablaba de su esposa tan franca y generosamente como si hubiese olvidado por completo esa ocasión, y el sentimiento de profunda aflicción era visible en sus palabras. «Ella se lo ha llevado todo de mis manos... de mi cabeza. Condujo nuestra vida con el arte más grande, la devoción más inusual, y yo era libre, como pocos hombres pueden haberlo sido, para dirigir mi pluma, para encerrarme con mi profesión. Éste era un servicio poco común, el más elevado que pudo haberme prestado. ¡Cómo desearía haberlo reconocido de manera más adecuada!»
De estos comentarios se desprendía, para nuestro héroe, cierta perplejidad: le parecieron una contradicción, una retractación, extraña proviniendo de un hombre que no tenía la excusa de la estupidez. Claro estaba que no había esperado que su amigo se regocijara con la muerte de su esposa, y era perfectamente lógico que la ruptura de un vínculo de más de veinte años hubiera dejado en él una herida... Pero si ella había sido una bendición tan clara, ¿qué se había propuesto esa noche, en nombre de la coherencia, el dichoso hombre al ponerlo a él patas arriba, al administrarle hasta ese punto, a la hora más sensible de su vida, la doctrina del renunciamiento? Si Mrs. St. George era una pérdida irreparable, el inspirado consejo de su marido había sido una broma de mal gusto y el renunciamiento un error. Overt estuvo a punto de precipitar su regreso a Londres para demostrar que, por su parte, estaba perfectamente dispuesto a considerarlo así, y llegó hasta el punto de sacar el manuscrito de los primeros capítulos de su nuevo libro del cajón de su mesa y meterlo en un bolsillo de su baúl. Esto condujo a que vislumbrara ciertas páginas que no había mirado durante meses, y ese accidente, a su vez, hizo que quedara impresionado por la gran promesa que revelaban, resultado poco frecuente de tales retrospecciones, las cuales tenía por costumbre evitar en lo posible: por lo general lo hacían darse cuenta de que el ardor de la creación podía ser un sentimiento puramente subjetivo y equívoco. En esta ocasión, de manera caprichosa, se desprendió de las apretadas correcciones de su primer borrador cierta fe en sí mismo, y así pensó que después de todo sería mejor proseguir con su prueba hasta el final. Si podía escribir tan bien bajo el rigor de la miseria, podría ser una equivocación cambiar las condiciones sin que se hubiera agotado ese hechizo. Volvería a Londres, naturalmente, pero volvería sólo cuando hubiera finalizado su libro. ¿Éste fue el voto que hizo en privado, devolviendo el manuscrito al cajón de la mesa? Puede añadirse que tardó mucho tiempo en terminar su libro, pues el tema era tan difícil como bello, y sentía un embarazo literal ante la amplitud de sus notas. En su interior algo le advertía que había de hacerlo sumamente bueno, de lo contrario carecería, en cuanto a su comportamiento particular, de una buena excusa. Sentía horror ante esta deficiencia y se encontró usando la firmeza necesaria en la cuestión de batir el yunque. Por fin cruzó los Alpes y pasó el invierno, la primavera, el subsiguiente verano, en Italia, donde aún al cabo de un año, su tarea se veía inacabada. «Persista, no ceje»: este mandato general de St. George servía también para cada caso particular. Lo aplicó al máximo, con el resultado de que, cuando en su lento orden el verano hubo llegado de nuevo, sintió que había dado todo lo que había en él. Esta vez metió los papeles en el baúl, con la dirección de su editor, y se encaminó hacia el norte.
Había estado dos años ausente de Londres, dos años que, pareciendo más largos, habían supuesto un cambio tal en su propia vida ‑mediante la producción de una novela mucho más fuerte, creía, que Ginistrella‑, que se presentó en Piccadilly, la mañana posterior a su llegada, con una vaga esperanza de cambios, de encontrar que habían ocurrido grandes cosas. Pero había pocas transformaciones en Piccadilly ‑sólo tres o cuatro grandes casas rojas donde se habían alzado unas bajas y negras‑ y la luminosidad del final de junio atisbaba por las rejas oxidadas de Green Park y relucía en el barniz de los coches que pasaban, tal y como lo había visto en otros junios, más superficiales. Fue un saludo que apreció; era amigable y directo, añadido al efecto vigorizador de haber concluido su libro, de tener a su propio país y a la enorme ciudad, agobiante y divertida, que lo sugería todo, que lo contenía todo, de nuevo a mano. «Quédese en Inglaterra y haga cosas aquí, haga temas que podamos medir», había dicho St. George; y ahora le pareció que no podía pedir nada mejor que quedarse para siempre en su país. A última hora de la tarde se encaminó a Manchester Square, buscando un número que no había olvidado. Sin embargo, Miss Fancourt no estaba en casa, y se apartó de la puerta con abatimiento. Su movimiento lo puso cara a cara con un caballero que se aproximaba a ella y con otra mirada reconoció al padre de Miss Fancourt. Paul saludó a este personaje, y el General devolvió el saludo con su acostumbrada buena educacion, una educación tan buena, no obstante, que nunca podía saberse si significaba que lo reconocía a uno. El decepcionado visitante sintió el impulso de dirigirse a él; a continuación, vacilando, se dio cuenta de que no tenía ningún comentario especial que hacer y se convenció de que, aunque el viejo soldado lo recordaba, lo recordaba mal. Por tanto, prosiguió su camino sin calcular el efecto irresistible que su evidente reconocimiento tendría en el General, quien nunca desaprovechaba una ocasión de charla. La cara de nuestro joven era expresiva, y rara vez la pasaba por alto la observación. No había dado diez pasos cuando oyó que era llamado con un amigable y semipronunciado «Esto... perdone». Se volvió y el General, sonriéndole desde el porche, dijo:
‑¿No entra? ¡No me quedaré sin acordarme de su nombre!
Paul declinó el ofrecimiento y a continuación lo sintió, pues Miss Fancourt, a esa hora de la tarde, podría regresar en cualquier momento. Pero su padre no le dio una segunda oportunidad; parecía desear principalmente no haberle parecido descortés. Una mirada más al visitante le había recordado algo, lo suficiente al menos para permitirle decir:
‑¿Ha regresado, ha regresado? ‑Paul estuvo a punto de responder que había vuelto la noche anterior, pero suprimió, al instante siguiente, esta clara revelación sobre la rapidez de su visita y, simplemente asintiendo, aludió a la joven a quien lamentaba no haber encontrado. Había venido tarde con la esperanza de que estuviera en casa. ‑Se lo diré, se lo diré ‑dijo el anciano; y añadió a continuación, con galantería‑. ¿Va a ofrecernos algo nuevo? hace mucho tiempo, ¿no? ‑ahora lo recordaba bien.
‑Bastante. Soy muy lento ‑explicó Paul‑. Lo conocí a usted en Summersoft hace mucho tiempo.
‑Ah, sí... con Henry St. George. Lo recuerdo muy bien. Antes de que su pobre esposa... ‑el General Fancourt hizo una pausa, sonriendo un poco menos‑. Tal vez usted lo sepa.
‑¿La muerte de Mrs. St. George? Así es... me enteré en su momento.
‑Oh, no, quería decir... quería decir que va a casarse.
‑Ah, ¡eso no lo sabía! ‑pero justo cuando Paul iba a añadir «¿con quién?» el General lo interrumpió.
‑¿Cuándo ha vuelto usted? Sé que ha estado fuera, por mi hija. Ella lo sintió mucho. Debería darle algo nuevo.
‑Volví anoche ‑dijo nuestro joven, a quien se le había ocurrido algo que por el momento hizo que su voz se apagara un poco.
‑Es muy amable de su parte venir tan pronto. ¿No podría usted volver para cenar?
‑¡A cenar! ‑repitió Paul mecánicamente, sin querer preguntar con quién iba a casarse St. George, pero sin pensar más que en eso.
‑Hay varias personas, creo. Por supuesto, St. George. O después, si lo prefiere. Creo que mi hija espera a... ‑pareció advertir algo en la cara levantada del visitante (el General se hallaba en un escalón más alto) que lo hizo detenerse y la pausa le causó una sensación momentánea de incomodidad de la que buscó una rápida salida‑. Entonces quizá no se haya enterado de que ella va a casarse.
Paul quedó boquiabierto de nuevo.
‑¿Que va a casarse?
‑Con Mr. St. George, acaba de decidirse. Un extraño matrimonio, ¿no cree? ‑nuestro oyente no profirió opinión alguna: sólo continuó mirándolo fijamente‑. Pero quizá salga bien, ¡ella es tremendamente literaria! ‑dijo el General.
Paul se había puesto muy rojo:
‑¡Qué sorpresa... es muy interesante, encantador! Me parece que no puedo venir a cenar... ¡muchísimas gracias!
‑Bueno, ¡debe usted venir a la boda! ‑exclamó el General‑. Recuerdo ese día en Summersoft. Es un gran hombre, ¿sabe?
‑¡Encantador... encantador! ‑tartamudeó Paul para emprender la retirada. Estrechó la mano del General y se fue. Tenía la cara roja y le daba la sensación de que cada vez lo estaba más. Toda la tarde en casa ‑fue derecho a sus habitaciones y permaneció allí sin cenar‑ las mejillas le ardieron a intervalos, como si hubieran recibido una bofetada. No comprendía lo que le había sucedido, qué mala pasada le habían hecho, qué traición. «Ninguna, ninguna», se decía. «No tengo nada que ver con eso. Estoy al margen... no me incumbe.» Pero ese murmullo desconcertado era seguido una y otra vez de exclamaciones incongruentes: «¿Era un plan... era un plan?» A veces gritaba para sí, sin aliento, «¿He sido engañado, vendido, estafado?» Como poco, era una víctima absurda y vil. Era como si no la hubiera perdido hasta ahora. Había renunciado a ella, sí; pero eso era otro asunto, era una puerta cerrada, mas no con llave. Ahora le parecía ver la puerta cerrada en sus narices. ¿Es que había contado con que ella esperase? ¿Es que iba ella a darle ese tiempo porque sí: dos años de una vez? No sabía lo que había esperado... sólo lo que no había esperado. No era esto... no era esto. Aturdimiento, amargura e ira surgieron e hirvieron en él al pensar en la deferencia, la devoción, la credulidad con las que había escuchado a St. George. La tarde transcurría y duraba la luz; pero incluso cuando anocheció permaneció sin una lámpara. Se había hundido en el sofá, donde yació durante horas, con los ojos cerrados, o bien contemplando la penumbra, en la actitud de un hombre que está enseñándose a sí mismo a soportar algo, a soportar que se lo ponga en ridículo. Lo había hecho demasiado fácil, esa idea lo invadía como una ola caliente. De repente, cuando oyó dar las once, se levantó de un salto, recordando lo que había dicho el General Fancourt de que fuera después de la cena. Iría..., al menos la vería; quizás ella comprendiera lo que significaba. Se sentía como si le hubieran dado algunos de los elementos de una difícil suma y faltara el resto: no podía realizar esta suma hasta que tuviera todas las cifras.
Se vistió y condujo de prisa y para las once y media se encontraba en Manchester Square. Había un buen número de coches a la puerta; era una fiesta, circunstancia que después de todo le produjo un ligero alivio, pues ahora prefería verla en medio de una muchedumbre. Se cruzó con gente en la escalera; se iban, «seguían» el gregario movimiento de la sociedad nocturna de Londres. Pero quedaban grupos variados en el salón y pasaron unos minutos, puesto que ella no había oído que lo anunciaran, hasta que la descubrió y hablaron. En este corto intervalo había visto a St. George charlando con una señora delante de la chimenea; pero al instante había desviado la mirada, porque no se sentía preparado para un encuentro, y por consiguiente no podía estar seguro de que el autor de Shadowmere hubiese advertido su presencia. En cualquier caso, no vino hacia él; aunque Miss Fancourt lo hizo en cuanto lo vio, casi se acercó corriendo, sonriendo entre el susurro de su vestido, exultante y bella. Había olvidado lo que su cabeza, lo que su cara ofrecían a la vista; vestía de blanco, había figuras doradas en su vestido, y su cabello era un penacho de oro. En un solo momento vio que era feliz, feliz con un esplendor agresivo. Pero ella no le habló de eso, sólo habló de él.
‑Estoy encantada; mi padre me lo dijo. ¡Qué amable ha sido al venir! ‑le pareció tan fresca y valiente, mientras con los ojos recorría toda su persona, que se dijo para sí mismo, irresistiblemente: «¿Por qué para él, por qué no para la juventud, la fuerza, la ambición, un futuro? ¿Por qué, con su joven e intensa fuerza, para el fracaso, la abdicación, el retiro?» En ese momento áspero blasfemó mentalmente incluso contra todo lo que le quedaba de fe en ese Maestro capaz de pecar‑. Sentí mucho no haber estado ‑continuó‑. Me lo dijo mi padre. ¡Qué amable al venir tan pronto!
‑¿La sorprende eso? ‑preguntó Paul Overt.
‑¿El primer día? De usted no... nada que sea agradable ‑fue interrumpida por una señora que se despedía de ella, y él pareció leer que no le costaba nada hablarle en ese tono; era su antiguo estilo liberal y pródigo, con cierta amplitud que el tiempo había añadido; y si este estilo empezaba a tener lugar ahí mismo, en una coyuntura tal de su vida, pudiera ser que los otros días hubiera significado igual de poco o de mucho, un mero acto de caridad mecánico, con la diferencia de que ahora se hallaba satisfecha, dispuesta a dar, pero sin necesitar de nada. Sí, estaba satisfecha... y ¿por qué no había de estarlo? ¿Por qué no había de sorprenderse de que viniera el primer día, considerando lo poco que había sacado de él? Como la señora continuaba acaparando su atención, Paul se volvió con una ira extraña en su alma complicada de artista y una especie de decepción desinteresada. Ella eran tan feliz que la circunstancia resultaba casi estúpida, una refutación de la inteligencia extraordinaria que con anterioridad había encontrado en ella. ¿Es que no sabía lo malo que podía ser St. George, es que no había reconocido la horrible flaqueza...? Si no lo sabía, ella no era nada, y si lo sabía, ¿por qué tal insolencia de serenidad? Esta pregunta expiró cuando los ojos de nuestro joven se posaron por fin sobre el genio que lo había aconsejado en una gran crisis. St. George se encontraba aún ante la chimenea, pero ahora estaba solo ‑fijo, esperando, como si tuviera la intención de quedarse hasta que todos se hubieran marchado‑ y se encontró con los ojos nublados del joven amigo, doliente hasta el punto de sentirse con derecho (el derecho del que su resentimiento hubiera disfrutado) a considerarse a sí mismo una víctima. En cierto modo los estragos de la pregunta fueron refrenados por el aire exultante del Maestro. Era tan imponente como el de Marian Fancourt, revelaba al ser humano feliz; pero al mismo tiempo significaba para Paul Overt que el autor de Shadowmere había dejado definitivamente de contar, había dejado de contar como escritor. Al sonreír una bienvenida desde el otro lado de la estancia, se mostró casi banal, casi pagado de sí mismo. A Paul se le antojó por un instante que vacilaba en hacer un movimiento, exactamente como si tuviera conciencia culpable; de inmediato, ya se habían encontrado en medio de la habitación y se habían dado la mano, expresivamente, cordialmente por parte de St. George. Con lo que volvieron juntos al sitio en que había estado el mayor de los dos mientras St. George decía:
‑Espero que no vuelva a marcharse nunca. He estado cenando aquí; me lo dijo el General ‑estaba guapo, estaba joven, daba la impresión de tener aún una gran reserva de vida. Inclinó los ojos más amigables e inocentes sobre su discípulo de un par de años antes; se interesó por todo, su salud, sus planes, sus últimas ocupaciones, el nuevo libro‑. ¿Cuándo saldrá? Pronto, pronto, espero. Espléndido, ¿no? Eso es; usted es un consuelo, ¡usted es un lujo! He vuelto a leer toda su obra en estos últimos seis meses ‑Paul esperó a ver si le decía lo que el General le había dicho por la tarde y lo que Miss Fancourt, al menos verbalmente, desde luego no le había dicho. Mas como no salía, hizo por fin la pregunta.
‑¿Es verdad la gran noticia que he oído, que va a casarse?
‑Ah, ¿entonces se ha enterado?
‑¿No se lo dijo el General? ‑preguntó Paul.
La cara del Maestro era maravillosa.
‑¿Decirme qué?
‑Que me lo mencionó esta tarde.
‑Mi querido amigo, no lo recuerdo. Hemos estado con tanta gente. Siento, en ese caso, haber perdido el placer, yo mismo, de anunciarle un hecho que me toca tan de cerca. Es un hecho, por extraño que pueda parecer. Acaba de convertirse en tal. ¿No cree que es ridículo? ‑St. George hizo su discurso sin confusión, pero al mismo tiempo, según podía juzgar nuestro amigo, sin un descaro latente. A su interlocutor le pareció que, para hablar de una manera tan cómoda y fría, simplemente debía haber olvidado lo que sucediera entre ellos. Sus siguientes palabras, sin embargo, demostraron que no había sido así, y produjeron, como un llamamiento a la memoria misma de Paul, un efecto que hubiera resultado absurdo de no ser cruel. ¿Se acuerda de la conversación que mantuvimos en mi casa esa noche, en la que se mencionó el nombre de Miss Fancourt? Desde entonces he pensado en esa charla con frecuencia.
‑Sí; no me extraña que dijera lo que dijo ‑Paul lo miró a los ojos con cautela.
‑¿En vista de esta circunstancia? Ah, pero entonces no existía. ¿Cómo podía haber previsto este momento?
‑¿No lo consideraba probable?
‑No, por mi honor ‑dijo Henry St. George‑. No hay duda de que le debo tal garantía. Piense en cómo ha cambiado mi situación.
‑Ya veo... ya veo ‑murmuró nuestro joven.
Su compañero prosiguió como si, ahora que el tema había sido abordado, él, una persona de imaginación y tacto, estuviera dispuesto a proporcionar todas las satisfacciones precisas, ya que tanto por su genio como por su método era capaz de penetrar todo lo que otro pudiera sentir.
‑Pero no es sólo eso; porque, sinceramente, a mi edad nunca lo hubiera soñado, ¡un viudo con chicos mayores y con tan poco más! Ha salido de manera muy diferente a como pudiera haberlo soñado, y mi buena fortuna no tiene límites. Ella ha sido tan libre, y sin embargo consiente. Usted, quizá mejor que ningún otro, pues recuerdo cómo le gustaba a usted antes de que se marchara, y cómo le gustaba usted a ella, puede felicitarme con inteligencia.
«¡Ha sido tan libre!» Esas palabras causaron una gran impresión en Paul Overt, y casi se retorció ante la ironía que contenían, que poco importaba si era intencionada o fortuita. Claro que había sido libre, y de manera apreciable quizás gracias a la propia acción de Overt; porque, ¿no era también parte de la ironía la alusión que hizo el Maestro de que a ella le había gustado él?
‑Creí que, de acuerdo con su teoría, usted desaprobaba que un escritor se casara.
‑Sin duda, sin duda. Pero, ¿no me estará llamando escritor?
‑Debería estar avergonzado ‑dijo Paul.
‑¿Avergonzado de casarme atra vez?
‑No diría eso, pero avergonzado de sus razones.
El hombre mayor le brindó una sonrisa maravillosa.
‑Debe permitirme que las juzgue yo, mi buen amigo.
‑Sí, ¿por qué no? Porque usted juzgó las mías estúpidamente.
De pronto, al parecer, el tono de estas palabras sugirió a St. George lo insospechado. Lo miró como si adivinara una amargura.
‑¿Cree que no he sido recto?
‑Podía habérmelo dicho en el momento, tal vez.
‑Querido amigo, ¡cuando le digo que no podía penetrar el futuro...!
‑Me refiero a después.
El Maestro se sorprendió.
‑¿Después de la muerte de mi esposa?
‑Cuando tuvo esta idea.
‑Ah, ¡nunca, nunca! Quería salvarlo, con lo poco común y lo precioso que es usted.
El pobre Overt lo miró con dureza.
‑¿Se casa con Miss Fancourt para salvarme?
‑En absoluto, pero eso aumenta el placer. Usted será obra mía ‑sonrió St. George‑. Quedé enormemente impresionado, después de nuestra conversación, por la devota manera en que abandonó el país, y aún más quizás por su fuerza de carácter al permanecer en el extranjero. Usted es muy fuerte..., es maravillosamente fuerte.
Paul intentó sondear sus ojos brillantes; lo extraño era que parecía sincero, no un diablo burlón. Se volvió y, al hacerlo, oyó que el Maestro decía algo acerca de haberles brindado ya una prueba, que sería la alegría de su vejez. Se volvió de nuevo hacia él, echándole otra mirada.
‑¿Quiere decir que ha dejado de escribir?
‑Naturalmente, mi querido amigo. Es demasiado tarde. ¿No se lo dije?
‑¡No puedo creerlo!
‑Claro que no puede... ¡con su talento! No, no; durante el resto de mi vida sólo lo leeré a usted.
‑¿Eso lo sabe ella... Miss Fancourt?
‑Lo sabrá... lo sabrá ‑¿pretendía con esto, se preguntó nuestro joven, insinuar disimuladamente que la ayuda que le iba a proporcionar la fortuna de esa joven, moderada como era, supondría que en adelante podía dejar de explotar desagradecidamente un filón agotado? De alguna manera, cuando se lo veía en la plenitud de su hombría triunfante, no daba señal de que ninguno de sus filones estuviera agotado‑. ¿No recuerda la moraleja que le ofrecí aquella noche? ‑continuó St. George‑. De todos modos considere la advertencia que constituyo en este momento.
Esto era demasiado, era el diablo burlón. Paul se separó de él con un simple movimiento de cabeza por despedida y la sensación, en su corazón dolorido, de que era posible que volviera a ese hombre y a su fácil talante, a su admirable manera de arreglar las cosas, alguna vez, pero ahora no podía confraternizar con él. A su dolor le resultaba necesario creer, por el momento, en la intensidad de su agravio, tanto más cruel porque no era legal. Sin duda se hallaba en la actitud de aferrarse a esta injusticia cuando descendió las escaleras, sin despedirse de Miss Fancourt, quien no estaba a la vista en el momento en que abandonó la habitación. Se alegró de salir a la noche oscura, sincera y sin sofisticaciones, de moverse de prisa, de irse a casa a pie. Anduvo durante un largo tiempo, extraviándose, sin poner atención. Pensaba en demasiadas cosas. No obstante, sus pasos recuperaron el rumbo, y al cabo de una hora se encontró ante su puerta en la callecita vacía y barata. Permaneció ahí, aún interrogándose a sí mismo antes de entrar, sin nada más a su alrededor que la oscuridad sin luna, un mal farol o dos y unas pocas estrellas lejanas y débiles. Levantó los ojos hacia estas últimas tenues criaturas; había estado diciéndose que habría sido «vendido», diabólicamente vendido, si ahora, sobre sus nuevos cimientos, al cabo de un año, St. George sacara algo de su mejor calidad, algo del tipo de Shadowmere y mejor que lo mejor. Admirando intensamente su talento como lo admiraba, Paul albergaba literalmente la esperanza de que tal incidente no ocurriera; le pareció en ese momento que no sería capaz de soportarlo. Las últimas palabras de su consejero sonaban aún en sus oídos: «Usted es muy fuerte... es maravillosamente fuerte.» ¿Lo era en realidad? Desde luego tendría que serlo, y podría servir un poco de venganza. ¿Lo es?, puede que a su vez pregunte el lector, si es que su interés ha seguido hasta aquí al perplejo joven. Quizá la mejor respuesta sea que está haciendo lo posible, pero que es demasiado pronto para hablar. Cuando el nuevo libro salió en el otoño Mr. y Mrs. St. George lo encontraron realmente magnífico. El primero sigue sin publicar nada, pero Paul no se siente aún seguro. He de decir en su favor, no obstante, que si tal acontecimiento ocurriera, él sería sin duda el primero en apreciarlo: lo que quizá demuestre que el Maestro, en esencia, tenía razón y que la Naturaleza lo había destinado a lo intelectual y no a la pasión personal.
FIN