‑Es muy interesante oírlo hablar de sí mismo, pero no sé qué quiere decir con sus alusiones de haber empeorado ‑observó Paul Overt con una hipocresía perdonable. Su compañero le gustaba tanto que el hecho de cierta declinación de su talento o de su cuidado dejó de ser algo vívido para él, en ese momento.
‑No diga eso, no diga eso ‑respondió St. George con gravedad apoyando la cabeza en el respaldo del sofá y posando los ojos en el techo‑. Sabe perfectamente a lo que me refiero. No he leído ni veinte páginas de su libro sin ver que no puede evitarlo.
‑Me hace muy desgraciado ‑suspiró Paul con éxtasis.
‑Me alegro por eso, porque puede servirle de una especie de aviso. Bastante ofensivo debe ser, especialmente para una mente joven y fresca, llena de fe, el espectáculo de un hombre destinado a mejores cosas, hundido en semejante deshonra a mi edad. ‑St. George, en la misma actitud contemplativa, hablaba suave, pero deliberadamente, y sin emoción perceptible. En verdad su tono sugería una lucidez impersonal casi cruel, cruel consigo mismo, e indujo a su joven amigo a que posara una mano argumentadora en su brazo. Pero prosiguió mientras sus ojos parecían seguir las gracias del techo del siglo XVIII‑: Míreme bien, tómese a pecho mi lección... porque es una lección. Que le reporte algo bueno, estremézcase al menos con la lamentable impresión que ha recibido, y que esto lo ayude a mantenerse derecho en el futuro. No se convierta en la vejez en lo que yo me he convertido en la mía, ¡la ilustración deplorable y deprimente de la adoración de dioses falsos!
‑¿A qué se refiere cuando habla de su vejez? ‑preguntó el joven.
‑Esto me ha hecho viejo. Pero me gusta su juventud.
Paul no respondió nada. Permanecieron en silencio un minuto. Los otros seguían hablando de la mayoría gubernamental. Y a continuación:
‑¿A qué se refiere cuando habla de dioses falsos? ‑preguntó.
Su compañero no encontró dificultad alguna en decir:
‑Los ídolos del mercado; el dinero y el lujo y «el mundo»; colocar a los hijos y vestir a la mujer; todo lo que lo lleva a uno por el camino corto y fácil. ¡Ah, las vilezas que le hacen cometer a uno!
‑Pero cualquiera tiene el derecho de querer colocar a los hijos.
‑A uno no le incumbe tener hijos ‑declaró St. George plácidamente‑. Quiero decir, desde luego, si se quiere hacer algo bueno.
‑Pero ¿no sirven de inspiración, de incentivo?
‑De incentivo para la perdición, artísticamente hablando.
‑Toca temas muy profundos, temas que me gustaría discutir con usted ‑dijo Paul‑. Me gustaría que me hablara interminablemente de sí mismo. ¡Esto es un festín para mí!
‑Naturalmente que lo es, joven cruel. Pero para demostrarle que aún no soy incapaz, degradado como estoy, de profesar un acto de fe, ataré mi vanidad a la estaca y la quemaré hasta convertirla en cenizas. Tiene que venir a verme, tiene que venir a vernos ‑sustituyó rápidamente el Maestro‑. Mrs. St. George es encantadora; no sé si ha tenido la oportunidad de hablar con ella. Estará contenta de verlo; le gustan las grandes celebridades, ya sean incipientes o consagradas. Tiene que venir a cenar; mi esposa le escribirá. ¿Dónde se lo puede localizar?
‑Esta es mi modesta dirección ‑y Overt sacó una agenda y extrajo una tarjeta de visita. Pensándolo mejor, sin embargo, la retuvo, comentando que no daría a su amigo la molestia de ocuparse de eso, sino que iría a verlo en seguida en Londres, y la dejaría a la puerta si no lograba obtener acceso.
‑Probablemente no lo logrará; mi mujer siempre está fuera, y cuando no está fuera está agotada por haber salido. Tiene que venir a cenar, aunque eso tampoco le hará mucho bien, pues mi mujer se empeña en preparar grandes comidas ‑St. George siguió considerándolo, pero a continuación dijo‑: Tiene que venir a vernos al campo, eso es lo mejor; tenemos mucho sitio, y no está mal.
‑¿Tiene usted una casa en el campo? ‑preguntó Paul con envidia.
‑¡No como ésta! Pero tenemos una especie de lugar al que vamos, a una hora de Euston. Ésa es una de las razones.
‑¿Una de las razones?
‑Por las que mis libros son tan malos.
‑¡Dígame todas las demás! ‑rió Paul anhelante.
Su amigo no respondió directamente a esto, sino que dijo con brusquedad:
‑¿Por qué antes no lo había visto nunca a usted?
El tono de la pregunta fue particularmente halagador para nuestro héroe, a quien le pareció que implicaba que el gran hombre percibía ahora que, durante años, se había perdido algo.
‑En parte, supongo, porque no ha habido ninguna razón especial para que me viera. No he vivido en el mundo, en su mundo. He pasado muchos años fuera de Inglaterra, en diferentes lugares del extranjero.
‑Pues no lo vuelva a hacer, por favor. Debe hacer Inglaterra, tiene tanto...
‑¿Quiere decir que he de escribir sobre ella? ‑y Paul hizo sonar la nota del candor interesado de un niño.
‑Claro que sí. Y estupendamente bien, si no le parece mal. Eso disminuye un poco mi estima por lo suyo... que sucede en el extranjero. ¡Al diablo con «el extranjero»! Quédese aquí y haga cosas aquí... haga temas que puedan medirse.
‑Haré lo que usted me diga ‑replicó Overt, profundamente cortés‑. Pero perdóneme si digo que no entiendo cómo ha estado leyendo el libro ‑añadió‑. Lo he tenido ante mí toda la tarde primero en ese largo paseo, luego con el té en el césped, hasta que fuimos a vestirnos para la cena, y toda la noche en la cena y en este lugar.
St. George volvió la cara con una sonrisa.
‑Le dediqué tan sólo un cuarto de hora.
‑Un cuarto de hora es inmenso, pero no comprendo dónde lo metió. En el salón, después de cenar, no estaba leyendo, estaba hablando con Miss Fancourt.
‑Es lo mismo, porque hablábamos de Ginistrella. Me la describió, me prestó su ejemplar.
‑¿Se lo prestó?
‑Viaja con él.
‑Es increíble ‑Paul se ruborizó.
‑Para usted es glorioso, pero a mí también me vino muy bien. Cuando las señoras fueron a acostarse, tuvo la amabilidad de ofrecerse a hacerme llegar el libro. Su doncella me lo trajo al vestíbulo y me fui con él a mi habitación. No tenía intención de venir aquí, lo hago muy rara vez. Pero no me duermo temprano, siempre tengo que leer una o dos horas. Me senté con su novela ahí mismo, sin cambiarme, sin quitarme nada más que la chaqueta. Creo que eso es señal de que mi curiosidad había sido poderosamente despertada. Leí durante un cuarto de hora, como le digo, e incluso en un cuarto de hora quedé enormemente impresionado.
‑El principio no es muy bueno, ¡es el conjunto! ‑dijo Overt que había escuchado esta exposición con interés extremo‑. ¿Y dejó el libro y vino a verme? ‑preguntó.
‑Así es como me ha impresionado. Me dije, «veo que es sólo obra suya, y él está aquí, por cierto, y el día ha llegado a su fin y no he cruzado veinte palabras con él». Se me ocurrió que quizá estuviera en el salón de fumadores y que no sería demasiado tarde para reparar mi omisión. Quería ser atento con usted, así que me puse la chaqueta y bajé. Volveré a leer su libro cuando suba.
Nuestro amigo echó una mirada a su alrededor desde su sitio; estaba conmovido como nunca lo había estado por semejante manifestación a su favor.
‑Realmente es usted el más amable de los hombres. Cela s'est passé comme ça? ¡y yo he estado aquí con usted todo este tiempo y no lo he sospechado ni se lo he agradecido!
‑Agradézcaselo a Miss Fancourt, fue ella quien hizo que me emocionara. Me ha hecho sentir que había leído su novela.
‑¡Es un ángel del cielo! ‑declaró Paul.
‑Realmente lo es. Nunca he visto a nadie como ella. Su interés por la literatura es conmovedor, algo bastante propio de ella; todo se lo toma muy seriamente. Siente las artes y quiere sentirlas más. Para los que las practican es casi humillante su curiosidad, su comprensión, su buena fe. ¿Cómo puede ser cualquier cosa tan hermosa como ella la supone?
‑Es un organismo poco común ‑suspiró el joven.
‑El más rico que he visto, una inteligencia artística realmente de primer orden. ¡Y presentada de tal forma! ‑exclamó St. George.
‑A uno le gustaría describir a una muchacha así ‑continuó Paul.
‑Ah, ahí está... no hay nada como la vida ‑dijo su compañero‑. Cuando uno se siente acabado, exprimido y agotado y cree que el costal está vacío, todavía se siente atracción, emociones y estremecimientos, la idea brota, del seno de lo real, y demuestra que siempre hay algo que hacer. Pero yo no lo haré, ¡ella no es para mí!
‑¡Qué es eso de que no es para usted!
‑Todo se ha terminado; es para usted, si quiere.
‑¡Mucho peor! ‑dijo Paul‑. Ella no es para un deslucido hombrecillo de letras; es para el mundo, el rico y prometedor mundo de sobornos y recompensas. Y el mundo se apoderará de ella y se la llevará consigo.
‑Lo intentará... pero es un caso en el que puede haber lucha. Valdría la pena luchar, para un hombre que lo tuviera dentro, con juventud y talento de su parte.
Estas palabras resonaron no poco en la conciencia de Paul Overt, lo mantuvieron brevemente en silencio.
‑Es una maravilla que ella haya seguido siendo como es dándose de tal manera... con tanto que dar.
‑¿Quiere decir que haya seguido siendo tan ingenua... tan natural? Ah, por eso no se preocupa, da porque rebosa. Tiene sus propios sentimientos, sus pautas; no se acuerda siempre de que debe ser orgullosa. Y además no lleva aquí el tiempo suficiente para haberse estropeado; adoptó una o dos modas, pero sólo las divertidas. Es una provinciana... una provinciana con genio ‑continuó St. George‑; incluso sus patinazos son encantadores, sus equivocaciones interesantes. Ha regresado de Asia con todo tipo de curiosidades suscitadas y apetitos sin saciar. Ella es en sí misma de primera categoría y se malgasta en la segunda. Es la vida misma y se toma un interés poco común por las imitaciones. Confunde todas las cosas, pero no hay ninguna respecto a la que no perciba algo. Ve las cosas en perspectiva, como desde la cima del Himalaya, y aumenta todo lo que toca. Sobre todo exagera... para consigo misma, me refiero. ¡Nos exagera a usted y a mí!
Nada había en esa descripción que pudiera aplacar la inquietud que en nuestro amigo había causado semejante esbozo de un hermoso tema. Le parecía que mostraba el arte de la admirada mano de St. George, y se perdió contemplando la visión ‑que se cernía ante él‑ de la figura de una mujer que debiera ser parte del esplendor de una novela. Pero al cabo de un momento se había convertido en humo, y del humo ‑la última bocanada de un gran puro‑ surgió la voz del General Fancourt, que había dejado a los otros y había venido y se había colocado delante de los caballeros del sofá.
‑Supongo que cuando ustedes, los colegas, se ponen a hablar se quedan levantados la mitad de la noche.
‑¿La mitad de la noche? Jamais de la vie! Yo sigo una higiene ‑y St. George se puso en pie.
‑Comprendo, usted es planta de invernadero ‑rió el General‑. Así es como produce sus flores.
‑Yo produzco las mías entre las diez y la una de la mañana, ¡florezco con una regularidad! ‑continuó St. George.
‑¡Y con un esplendor! ‑añadió el cortés General, mientras Paul advertía qué poco le importaba al autor de Shadowmere, como se dijo a sí mismo, que se lo tratara como a un célebre narrador. El joven se propuso que él nunca se acostumbraría a eso; siempre lo haría sentirse incómodo ‑por la sospecha de que la gente pensara que tenía que hacerlo‑ y querría evitarlo. Evidentemente, su gran colega se había curtido y endurecido, se había provisto de una capa externa. El grupo de hombres había terminado los puros y recogido sus palmatorias; pero antes de que salieran todos, Lord Watermouth invitó al par de huéspedes que habían estado tan absortos a que «tomaran» algo. Resultó que los dos rehusaron, ante lo cual dijo el General Fancourt:
‑¿En eso consiste su higiene? ¿No riegan las flores?
‑¡Debería ahogarlas! ‑replicó St. George; pero, al abandonar la habitación aún junto a su amigo, dijo caprichosamente al oído del joven, en tono bajo‑: Mi mujer no me deja.
‑¡Pues me alegro de no ser uno de ustedes! ‑concluyó sonoramente el General.
La cercanía entre Summersoft y Londres tenía una consecuencia, decepcionante para una persona que hubiese saboreado de antemano la sociabilidad de un vagón de ferrocarril: la mayor parte del grupo, tras el desayuno, volvía a la ciudad en coche, usando sus propios vehículos que habían venido a recogerlos, mientras sus criados regresaban en tren con el equipaje. Tres o cuatro jóvenes, entre los que se encontraba Paul Overt, aprovecharon el servicio público; pero permanecieron en el pórtico de la casa viendo cómo emprendían la marcha los demás. Miss Fancourt subió con su padre a una victoria, después de haber dado la mano a nuestro héroe y de haber dicho, sonriendo de la manera más franca del mundo:
‑Tengo que verlo más. Mrs. St. George es tan amable: ha prometido invitarnos a cenar a los dos juntos.
Esta dama y su marido ocuparon su lugar en una berlina perfectamente equipada ‑ella precisaba un coche cerrado‑ y mientras nuestra joven agitaba el sombrero en respuesta a sus saludos y gestos ceremoniosos pensó que, considerados juntos, constituían una imagen honorable del éxito, de las recompensas materiales y del crédito social de la literatura. Cosas así no daban la plena medida, pero no obstante se sintió un poco orgulloso de la literatura.
4
Antes de que hubiese transcurrido una semana se encontró con Miss Fancourt en Bond Street, en la imaginación editada de las obras de un joven artista en «blanco y negro», que había sido tan amable de invitarlo al sofocante escenario. Los dibujos eran admirables, pero el agolpamiento, en la pequeña habitación, era tan denso que Overt se sentía como si estuviera metido hasta el cuello en una bolsa de lana. En el borde exterior, una hilera de gente, doblando la espalda hacia adelante y presentando, bajo ellos, una superficie aún más convexa de resistencia a la presión de la masa, se esforzaba por conservar un espacio entre sus narices y los marcos barnizados de los cuadros; mientras que el cuerpo central, en medio de la relativa oscuridad proyectada por la ancha pantalla horizontal, que pendía bajo la claraboya y dejaba tan sólo un margen para el día, permanecía derecho, denso y vago, perdido en la contemplación de sus propios ingredientes. Esta contemplación se asentaba especialmente en los ojos tristes de ciertas cabezas femeninas, coronadas de sombreros de extraños pliegues y plumaje, que se erguían por encima de los demás, sobre largos cuellos. Una de las cabezas, percibió Paul, era con mucho la más bella de la colección, y su siguiente descubrimiento fue que pertenecía a Miss Fancourt. Su belleza se vio realzada por la sonrisa feliz que le envió a través de las obstrucciones circundantes, sonrisa que lo atrajo a ella tan de prisa como pudo él moverse. Había visto por sí mismo en Summersoft que lo último que contenía su naturaleza era una afectación de indiferencia; pero aún con esta circunspección se sintió de nuevo satisfecho al ver que ella no fingía aguardar su llegada con compostura. Sonreía radiante, como si quisiera que él se apresurase y, en cuanto se aproximó lo suficiente, estalló con voz jubilosa:
‑¡Está aquí... está aquí... volverá dentro de un momento!
‑¿Su padre? ‑respondió Paul mientras ella le ofrecía la mano.
‑No, por Dios, esto no está en la línea de mi pobre padre. Me refiero a Mr. St. George. Acaba de dejarme para hablar con alguien. Va a volver. Fue él quien me trajo, ¿no es algo encantador?
‑Ah, eso le da ventaja sobre mí. Yo no podría haberla «traído», ¿no?
‑Si hubiera sido tan amable de proponérmelo... ¿por qué no usted como él? ‑replicó la muchacha con una cara que, sin expresar coquetería barata, afirmaba simplemente un hecho afortunado.
‑Pues porque él es un père de famille. Ellos tienen privilegios ‑explicó Paul. Y rápidamente‑. ¿Irá usted a ver sitios conmigo? ‑preguntó.
‑¡Lo que quiera! ‑sonrió‑. Ya sé lo que quiere decir, que las chicas tienen que tener a un montón de gente... ‑Y a continuación exclamó‑: No sé; yo soy libre. Siempre he sido así. Puedo ir por ahí con cualquiera. Estoy tan contenta de verlo ‑añadió con tanta y tan dulce claridad que hizo volverse a los que se hallaban cerca de ella.
‑Permítame al menos pagarle esas palabras sacándola de este barullo ‑dijo su amigo‑. ¡La gente no puede pasarlo bien aquí!
‑No, son unos mornes horribles, ¡no! Pero yo estoy estupendamente y prometí a Mr. St. George que me quedaría en este sitio hasta que volviera. Me va a sacar de aquí. Le mandan invitaciones para cosas de este tipo, más de las que quiere. Es muy amable al pensar en mí.
‑También a mí me mandan invitaciones de este tipo, más de las que yo quiero. Y si acordarse de usted es suficiente... ‑prosiguió Paul.
‑¡Me encantan... todo lo que es vida... todo lo que es Londres!
‑Supongo que en Asia no hay inauguraciones privadas ‑rió‑. Pero qué pena que por este año, incluso en esta abarrotada ciudad, ya se haya pasado la temporada.
‑Bueno, el año que viene entonces, porque espero que crea que vamos a ser siempre amigos. ¡Aquí viene! ‑continuó Miss Fancourt antes de que Paul tuviera tiempo de contestar.
Divisó a St. George entre los huecos de la muchedumbre, y esto quizá lo indujo a que se apresurara un poco a decir:
‑Espero que eso no signifique que he de aguardar hasta el año que viene para verla.
‑No, no, ¿no vamos a vernos en una cena el veinticinco? ‑exclamó anhelante, con un entusiasmo tan dichoso como el de él.
‑Eso es casi el año que viene. ¿No hay manera de verla antes?
Ella lo miró con toda su luminosidad.
‑¿Quiere decir que vendría?
‑Como un rayo, si fuera tan buena de pedírmelo.
‑Entonces el domingo... ¿este domingo?
‑¿Qué he hecho para que lo dude? ‑preguntó el joven con deleite.
Miss Fancourt se volvió al instante hacia St. George, que ahora se había unido a ellos, y anunció triunfalmente:
‑¡Viene el domingo, este domingo!
‑Ah, ¡mi día...! ¡también mi día! ‑dijo el famoso novelista, riendo, a su compañero.
‑Sí, pero no sólo el suyo. Se verán en Manchester Square; hablarán..., ¡serán maravillosos!
No nos vemos lo suficiente ‑concedió St. George estrechando la mano de su discípulo‑. ¡Demasiadas cosas... demasiadas cosas! Pero lo compensaremos en el campo en septiembre. No habrá olvidado que me ha prometido eso, ¿no?
‑Pero si va a venir el veinticinco, lo verá entonces ‑dijo la muchacha.
‑¿El veinticinco? ‑preguntó St. George vagamente.
‑Cenamos con usted; espero que no lo haya olvidado. Él cena fuera ese día ‑añadió alegremente a Paul.
‑Es verdad... qué estupendo ¿Y viene usted? No me lo había dicho mi mujer ‑le dijo St. George‑. Demasiadas cosas... demasiadas cosas ‑repitió.
‑Demasiada gente... demasiada gente ‑exclamó Paul, apartándose antes de que lo atravesara un codo.
‑No debiera decir eso. Todos lo leen.
‑¿A mí? ¡Me gustaría verlos! Sólo dos o tres, como mucho ‑respondió el joven.
‑¿Ha oído alguna vez algo así? El muy arrogante sabe lo bueno que es ‑declaró St. George a Miss Fancourt riéndose‑. Me leen a mí, pero eso no hace que me gusten más. Alejémonos de ellos, ¡alejémonos! ‑Y los sacó de la exposición.
‑Me va a llevar al parque ‑comentó Miss Fancourt a Overt con júbilo mientras recorrían el pasillo que conducía a la calle.
‑Ah, ¡va él allí! ‑preguntó Paul, tomando el hecho como una ilustración algo inesperada de las moeurs de St. George.
‑Es un día precioso, habrá gran cantidad de gente. Vamos a mirar a la gente, a mirar a los tipos ‑continuó la muchacha‑. Nos sentaremos bajo los árboles; caminaremos por la avenida.
‑Voy una vez al año... de negocios ‑dijo St. George, que por casualidad había oído la pregunta de Paul.
‑O con una prima del pueblo, ¿no me lo dijo? ¡Yo soy la prima del pueblo! ‑dijo a Paul por encima del hombro mientras su amigo la conducía hacia un simón al que había hecho una señal. El joven los observó mientras subían; se quedó parado, devolviendo con la mano el cordial saludo con el que, cómodamente instalado junto a ella en el vehículo, St. George se despidió de él. Se quedó hasta ver arrancar el vehículo y se perdió en la confusión de Bond Street. Lo siguió con los ojos; aquello le produjo ideas embarazosas. «¡Ella no es para mí!», había dicho con énfasis el gran novelista en Summersoft; pero su manera de comportarse con ella no parecía estar en armonía con tal convicción. ¿Cómo podría haber obrado de una manera diferente si hubiese sido para él? Una envidia indefinida creció en el corazón de Paul Overt, mientras se ponía solo en camino; un sentimiento se dirigió por igual extrañamente a cada uno de los ocupantes del simón. ¡Cómo le gustaría a él traquetear por Londres con una muchacha así! ¡Cómo le gustaría ir a mirar «tipos» con St. George!
El domingo siguiente a las cuatro llegó a Manchester Square, donde su deseo secreto se vio gratificado, al encontrar sola a Miss Fancourt. Se hallaba en una habitación grande, clara y alegre, toda pintada de rojo, decorada con las originales y baratas telas floreadas que se consideran originarias de países meridionales y orientales, donde se dice que sirven de colchas a los campesinos, y adornada con cerámicas de vivos tonos, distribuidas despreocupadamente en los estantes, y con muchas acuarelas de la mano (se enteró el visitante) de la joven misma, que conmemoraban con valiente amplitud las puestas de sol, las montañas, los templos y palacios de la India. Transcurrió una hora, más de una hora, dos horas, y en todo el tiempo no entró nadie. Su anfitriona tuvo la amabilidad de comentar, con su liberal humanidad, que era maravilloso que no fueran interrumpidos; sucedía tan rara vez en Londres, especialmente en esa temporada, que la gente sostuviera una buena conversación. Pero ahora, por suerte, un hermoso domingo, la mitad del mundo salía de la ciudad, y eso la hacía mejor para los que no se iban, cuando estos otros congeniaban. Era el defecto de Londres ‑uno de los dos o tres, la reducida lista de los que ella reconocía en la plagada ciudad‑mundo que adoraba‑, que había muy pocas ocasiones buenas de hablar; nunca se tenía tiempo para llegar lejos con algo.
‑Demasiadas cosas... ¡demasiadas cosas! ‑dijo Paul, citando la exclamación de St. George de unos días antes.
‑Sí, para él hay demasiadas, su vida es demasiado complicada.
‑¿La ha visto usted de cerca? Eso es lo que me gustaría hacer; podría explicar algunos misterios ‑prosiguió su visitante. Ella preguntó a qué misterios se refería, y él dijo‑: Pues, peculiaridades de su obra, desigualdades, superficialidades. Para quien lo mira desde el punto de vista artístico, contiene una ambigüedad sin fondo.
Ella se volvió, al momento, toda intensidad.
‑Describa eso más... es interesantísimo. No hay temas más sugerentes. Soy muy aficionada a ellos. El piensa que es un fracaso, ¡figúrese! ‑se lamentó bellamente.
‑Eso depende de cuál pueda haber sido su ideal. Con sus condiciones debiera haber sido alto. Pero hasta que uno sepa qué es lo que realmente se propuso... ¿Por casualidad lo sabe usted? ‑exclamó el joven.
‑Oh, no me habla de sí mismo. No puedo obligarlo, Sería demasiado atrevido. Paul estuvo a punto de preguntarle que de qué hablaba entonces, pero la discreción lo detuvo y dijo en cambio:
‑¿Cree usted que es desgraciado en su hogar?
Ella pareció sorprenderse.
‑¿En su hogar?
‑Quiero decir en las relaciones con su mujer. Tiene una desconcertante manera de aludir a ella.
‑No conmigo ‑dijo Marian Fancourt con sus ojos claros‑. Eso no estaría bien, ¿no? ‑preguntó en tono grave.
‑No especialmente; pues me alegro de que no se la nombre a usted. Si la alabara a ella la aburriría a usted y no le corresponde hacer otra cosa. Sin embargo, la conoce a usted mejor que a mí.
‑Ah, ¡pero lo respeta a usted! ‑exclamó la muchacha como con envidia.
Su visitante la contempló un momento y a continuación rompió a reír.
‑¿Es que no la respeta a usted?
‑Por supuesto, pero no de la misma manera. Respeta lo que usted ha hecho... así me lo dijo, el otro día.
Paul lo absorbió, pero conservó sus facultades.
‑¿Cuando fueron a mirar tipos?
‑Sí, encontramos tantos: ¡tiene una manera de observarlos! Habló mucho de su libro. Dice que es verdaderamente importante.
‑¡Importante! Ah, la gran criatura ‑y el autor de la obra en cuestión rugió de gozo.
‑Estuvo divertidísimo, inefablemente gracioso, mientras andábamos. Lo ve todo; tiene tantas comparaciones e imágenes, y siempre son de lo más acertadas. C'est d'un trouvé, como dicen.
‑Sí, ¡con sus condiciones debiera haber hecho tales cosas! ‑suspiró Paul.
‑¿Y no cree usted que las ha hecho?
Ah, ésa era la cuestión.
‑Parte de ellas y, desde luego, incluso esa parte es inmensa. Pero él podía haber sido uno de los más grandes. Incluso tal y como están ‑concluyó nuestro amigo con seriedad‑, sus escritos son una mina de oro.
Ella respondió con ardor a esta declaración, y durante media hora la pareja discutió las principales producciones del Maestro. Ella las conocía bien, las conocía aún mejor que su visitante, quien estaba impresionado por su inteligencia crítica y por algo grande y audaz en el movimiento de su mente. Dijo cosas que lo sorprendieron y que evidentemente habían venido a ella directamente; no eran frases aprendidas, las colocaba demasiado bien. St. George había tenido razón sobre lo de que era de primera categoría, sobre lo de que no temía pasarse, que no recordaba que había de ser orgullosa. Algo le volvió a la cabeza de repente, y dijo:
‑Recuerdo que me habló una vez de Mistress St. George. Dijo, a santo de una cosa u otra, que ella no se preocupaba por la perfección.
‑Ese es un gran crimen en la esposa de un artista ‑replicó Paul.
‑Sí, pobre ‑y la muchacha suspiró como sugiriendo numerosas reflexiones, algunas de ellas mitigadoras. Pero añadió poco después: ‑Ah, perfección, perfección... ¡de qué manera debería dedicarse uno a ella! Ojalá pudiera yo.
‑Cada uno puede a su manera ‑opinó su compañero.
‑A la manera de un hombre, sí, pero no a la de una mujer. Las mujeres tienen tantos obstáculos, ¡están tan condenadas! Y, sin embargo, es una especie de deshonor si no se intenta, cuando se quiere hacer algo, ¿no es así? ‑prosiguió Miss Fancourt, dejando un tema en su prisa por abordar otro, accidente común en ella. De modo que estos dos jóvenes discutieron de temas elevados en su salón ecléctico, en su «temporada» de Londres: discutieron con extrema seriedad el elevado tema de la perfección. Debe decirse como atenuante de esta excentricidad que estaban interesados en el asunto. Su tono poseía verdad y su emoción, belleza; no estaban adoptando una postura para con el otro o para con alguna otra persona.
El tema era tan amplio que se encontraron reduciéndolo; la perfección a la que, por el momento, acordaron confinar sus especulaciones era la de la obra de arte válida y ejemplar. La imaginación de nuestra joven, al parecer, se había dejado arrastrar lejos en esa dirección, y su invitado sentía el poco común deleite de percibir un intercambio completo en su conversación. Este episodio habrá vivido durante años en su recuerdo e incluso en su asombro; tenía la cualidad que la fortuna destila sólo gota a gota, la cualidad que lubrica muchas fricciones subsiguientes. Todavía, siempre que quiere, Overt ve la habitación, la locuaz y sociable habitación clara y roja con las cortinas que, en un golpe de lograda audacia, ponían la nota de un azul vivo. Recuerda dónde estaban ciertas cosas, cierto libro abierto sobre la mesa y el aroma casi intenso de las flores colocadas, a la izquierda, en algún lugar tras él. Estos hechos constituían el margen, por así decirlo, de una especial agitación cuyo nacimiento tuvo lugar en esas dos horas y cuyo signo principal fue quizá impulsarlo interna y repetidamente a susurrar: «¡no tenía ni idea de que hubiera alguien así!» La libertad de ella lo asombraba y le encantaba... parecía simplificar de tal modo la cuestión práctica. Se encontraba en la posición de un personaje independiente, una muchacha sin madre que había salido de la adolescencia y contaba con una posición y con responsabilidades, que no se hallaba sujeta a las limitaciones de una niña bonita. Iba y venía sin arrastrar a una dama de compañía, recibía sola a la gente, y, aunque carecía totalmente de severidad, la cuestión de protección o patrocinio no tenía relevancia con respecto a ella. Ofrecía tal impresión de claridad y de nobleza combinadas con lo fácil y lo natural que, a pesar de su situación eminentemente moderna, no sugería hermandad de ningún tipo con la chica «fácil». Era en verdad moderna, y hacía que Paul Overt, que amaba el color viejo, la pátina dorada del tiempo, pensara con alarma en la paleta abigarrada del futuro. No podía acostumbrarse a su interés por las artes que a él le importaban; parecía demasiado bueno para ser cierto... era una aventura muy improbable tropezar con semejante pozo de afinidades. Uno podía extraviarse fácilmente en el desierto, lo decían las cartas y era ley de la vida; pero el tropezar con un manantial cristalino era un accidente rarísimo. Sin embargo, si en un momento las aspiraciones de ella parecían demasiado extravagantes para ser auténticas, al momento siguiente a Paul se le antojaban demasiado inteligentes para ser falsas. Eran a la vez elevadas y débiles y, si de caprichos se trataba, las prefería a cualquiera de las que había encontrado en una relación similar. Era probable que las dejara atrás, que las cambiara por la política o por la «agudeza» o por una mera y prolífica maternidad, como era costumbre en muchachas que recibían educación y mimos, entregadas a borronear papeles y pintarrajear telas en una época de lujo y en una sociedad ociosa. Advirtió que las acuarelas de las paredes de la habitación en la que estaban tenían la cualidad principal de ser ingenuas, y pensó que la ingenuidad en el arte es como el cero en un número: su importancia depende de la cifra a la que va unido. Mientras tanto, no obstante, se había enamorado de ella. Antes de irse, en cualquier caso, le dijo:
‑Pensé que St. George iba a venir a verla hoy, pero no aparece.
Durante un momento supuso que ella iba a exclamar «Comment donc? ¿Ha venido sólo a verlo a él?». Pero un momento después se dio cuenta de lo poco que tal frase habría concordado con la ausencia de cualquier nota de flirteo que hasta entonces había percibido en ella. Sólo respondió:
‑Ah, sí; pero no creo que venga. Me recomendó que no lo esperara.
Y a continuación añadió alegremente, mas con toda suavidad:
‑Dijo que no era justo para usted. Pero yo creo que podría arreglármelas con dos.
‑Yo también ‑repuso Paul Overt, haciendo una pequeña concesión para coincidir con ella. En realidad la apreciación que hizo de la circunstancia suponía de manera tan total una apreciación de la mujer que se hallaba ante él, que otra figura en la escena, aun tan estimada como St. George, podría haberlo atraído en vano. Salió de la casa preguntándose qué había querido decir el gran hombre con lo de que no era justo para él; y, aún más, si se había mantenido lejos por la fuerza de esta idea. Mientras se ponía en camino por la soledad dominical de Manchester Square, balanceando el bastón y con una buena dosis de emoción fermentando en su alma, le pareció que vivía en un mundo extrañamente magnánimo. Miss Fancourt le había dicho que era posible que estuviese fuera, y que su padre lo estaría el domingo siguiente, pero que tenía esperanza de recibir una visita de él en el caso contrario. Le prometió hacerle saber si no se ausentaba y entonces él podría actuar en consecuencia. Después de entrar por una de las calles que se abrían desde la plaza, se detuvo, sin intenciones definidas, buscando escépticamente un coche. Al cabo de un momento vio un simón avanzando por el lugar, desde el otro lado y dirigiéndose hacia él. Estaba a punto de hacerle una señal al cochero, cuando advirtió a un «pasajero» en el interior; entonces esperó, viendo que el hombre se disponía a depositar a su pasajero al detenerse en una de las casas. La casa era, al parecer, la que él mismo acababa de abandonar; al menos sacó esa conclusión al reconocer a Henry St. George en la persona que bajó del simón. Paul se volvió tan rápido como si hubiese sido sorprendido en el acto de espiar. Abandonó la idea del coche, prefería ir andando; no iría a ningún lado. Se alegraba de que St. George no hubiese renunciado por completo a su visita... eso habría sido demasiado absurdo. Sí, el mundo era magnánimo, e incluso él mismo se sintió así cuando, al mirar su reloj, vio que eran sólo las seis, y mentalmente congratuló a su sucesor por tener una hora para sentarse en el salón de Miss Fancourt. Quizá él mismo emplease esa hora en hacer otra visita, pero para cuando llegó a Marble Arch, la idea de tal plan se había vuelto incongruente. Pasó por debajo de ese esfuerzo arquitectónico y entró en el parque y llegó hasta el extendido césped. Continuó andando; cruzó por el césped y salió junto al estanque. Observó con ojos amistosos la diversión de los londinenses, dirigió una mirada casi alentadora a las jóvenes que remaban para su novio y a los guardias que con sus gorros de piel cosquilleaban tiernamente las flores artificiales del sombrerito dominguero de su pareja. Prolongó su paseo de meditación; entró en Kensington Gardens, se sentó en las sillas de alquiler, miró los barquitos de vela lanzados sobre el estanque redondo y se alegró de no tener ningún compromiso para cenar. Acudió a tal fin, muy tarde, a su club, donde se sintió incapaz de elegir un menú y pidió al camarero que le trajera lo que hubiese. Ni siquiera observó lo que le habían servido, y pasó la velada en la biblioteca del establecimiento, haciendo que leía un artículo en una revista americana. No logró averiguar de qué trataba; parecía tratar confusamente de Marian Fancourt.
Casi al final de la semana ella le escribió diciendo que no iba a ir al campo, acababa de ser decidido. Su padre, añadió, nunca decidía nada, se lo dejaba todo a ella. Sentía que la responsabilidad era suya ‑tenía que hacerlo‑ y puesto que se veía forzada, así es como se decidió. No mencionó razón alguna, lo cual ofreció a nuestro amigo un terreno más claro para la audaz conjetura. Este segundo domingo en Manchester Square estimó su fortuna menos buena, pues ella tenía tres o cuatro visitantes. Pero hubo tres o cuatro compensaciones; la mayor de las cuales fue quizá que, al enterarse de cómo su padre, a última hora, había salido de la ciudad solo después de todo, la audaz conjetura de la que acabo de hablar se hizo un tanto más audaz. Y además su presencia era su presencia, y la personal habitación roja estaba allí y estaba llena de ella, sin importar que pasaran y se desvanecieran fantasmas, emitiendo sonidos incomprensibles. Por último, tuvo el recurso de quedarse hasta que todos hubieron llegado y salido y de considerar esto obra de ella, aunque no dio ninguna señal en particular. Cuando se encontraron solos fue al grano.
‑Pero St. George vino por fin... el domingo pasado. Lo vi cuando miré hacia atrás.
‑Sí; pero fue la última vez.
‑¿La última vez?
‑Dijo que no volvería a venir.
Paul Overt la miró fijamente.
-¿Quiere decir que desea dejar de verla?
‑No sé lo que quiere decir ‑sonrió con valentía la muchacha‑. En cualquier caso no volverá a verme aquí.
‑¿Y puedo saber por qué?
‑No tengo la menor idea ‑dijo Marian Fancourt, cuyo visitante la encontró más perversamente sublime que nunca al profesar ese desamparo diáfano.
5
‑Oh, por favor, quiero que se quede un poco ‑dijo Henry St. George a las once, la noche en que cenó con el cabeza de la profesión. El grupo ‑desde luego ninguno de ellos de la profesión‑ había sido numeroso y estaba despidiéndose; nuestro joven, después de dar las buenas noches a su anfitriona, había extendido la mano en ademán de despedida al dueño de casa. Además de producir en el último la protesta que he citado, este movimiento provocó otra palabra sin precio sobre la ocasión de mantener una charla, de ir a la habitación de St. George y de tenerlo todo por decir, todavía. Paul Overt era todo deleite ante esta amabilidad; no obstante mencionó en tono débil y jocoso el simple hecho de que había prometido ir a otro lugar que se encontraba a considerable distancia.
‑Pues va a romper su promesa, eso es todo. ¡Vaya un embustero! ‑añadió St. George en un tono que confirmó la cómoda sensación de nuestro joven.
‑Desde luego que la romperé... pero era una promesa auténtica.
‑¿Se refiere a Miss Fancourt? ¿La está siguiendo? ‑preguntó su amigo.
Contestó con una pregunta.
‑¿Es que ella va?
‑¡Vil impostor! ‑prosiguió su irónico anfitrión‑. Lo he tratado generosamente en lo que a esa joven respecta: no haré más concesiones. Espere tres minutos..., en seguida estoy con usted. ‑Se dedicó a despedir a sus invitados, acompañó a las damas con vestidos de cola a la puerta. Era una noche calurosa, las ventanas estaban abiertas, el sonido de los rápidos coches y la llamada de los serenos penetraba en la casa. El ambiente había resplandecido no poco; una sensación de cosas festivas flotaba en el aire cargado: no sólo la influencia de esa fiesta en particular, sino también la insinuación del apremio del placer extendido que en las noches veraniegas de Londres llena tantos alegres barrios de la complicada ciudad. El salón de Mrs. St. George se vació gradualmente; Paul se encontró a solas con su anfitriona, a quien explicó el motivo de su espera.
‑Ah, sí, una conversación intelectual, profesional ‑dijo con malicia‑, ¿no cree que se echa de menos en esta época del año? Pobre Henry, ¡me alegro tanto!
El joven miró un momento por la ventana, a los simones solicitados que llegaban dando tumbos, las suaves berlinas que se alejaban. Cuando se volvió, Mrs. St. George había desaparecido; la voz de su marido ascendió hacia él desde abajo; se reía y hablaba, en el pórtico, con alguna señora que aguardaba su coche. Paul tomó solitaria posesión, durante unos minutos, de las cálidas habitaciones abandonadas, donde la luz tamizada y colorida de las lámparas era suave, los asientos habían sido movidos en todas direcciones y perduraba el aroma de las flores. Eran salas grandes, eran hermosas, contenían objetos de valor; todo en ese cuadro hablaba de una «buena casa». Al cabo de cinco minutos, entró un criado con la petición del Maestro de que bajara a reunirse con él; de modo que descendió por la escalera, siguiendo a su guía por un largo pasillo hasta un apartamento retirado de la parte de atrás de la vivienda, para los requerimientos especiales, según se dijo, de un ocupado hombre de letras.
St. George estaba en mangas de camisa en medio de una habitación grande y alta, una habitación sin ventanas, pero con una amplia claraboya en la parte de arriba, como la de una sala de exposiciones. Estaba amueblada como una biblioteca, y las apretadas estanterías se levantaban hasta el techo, una superficie de un tono incomparable producido por «lomos» confusamente dorados, interrumpidos por grabados y dibujos antiguos colgados aquí y allá. En el extremo más alejado de la puerta de entrada había una mesa alta, de gran extensión, sobre la que la persona que la usara podría escribir sólo en la postura erguida de un empleado de oficina; y extendida desde la entrada hasta esa estructura, había una banda ancha y lisa de tela roja, tan recta como el sendero de un jardín y casi tan larga, donde Paul en seguida contempló mentalmente el ir y venir del Maestro durante horas fastidiosas, horas, es decir, de admirable composición. El criado le dio una prenda, una vieja chaqueta con esa caída que da la experiencia, que había sacado de un armario de la pared, y se retiró después con la prenda que se había quitado. Paul Overt recibió la chaqueta de buen grado; era una chaqueta para hablar, prometía confidencias ‑ya que visiblemente había recibido tantas‑ y tenía trágicos codos literarios.
‑Somos prácticos... ¡somos prácticos! ‑dijo St. George cuando vio que su visitante pasaba revista al lugar‑. ¿No es una buena jaula para dar vueltas? La inventó mi esposa y me encierra aquí todas las mañanas.
Nuestro joven respiró ‑a manera de tributo‑ con cierta opresión.
‑¿No echa de menos una ventana... un lugar por donde mirar?
‑Al principio muchísimo; pero ella lo calculó perfectamente. Ahorra tiempo, me ha ahorrado muchos meses en estos diez años. Aquí estoy, ante los ojos del día (desde luego en Londres, con frecuencia, son ojos borrosos), amurallado en mi profesión. No puedo escapar, por eso el cuarto ofrece una buena lección de concentración. He aprendido la lección de concentración. He aprendido la lección, creo; mire ese montón de pruebas y admítalo. ‑Señaló un grueso rollo de papeles, sobre una de las mesas, que no había sido desatado.
‑¿Va a sacar otra...? ‑preguntó Paul, en un tono cuyas afectuosas deficiencias no reconoció hasta que su compañero rompió a reír y entonces sólo a duras penas.
‑¡Embustero, embustero! ‑St. George parecía disfrutar acariciándolo, por así decirlo, con ese oprobio‑. ¿Cree que no sé lo que piensa de ellas? ‑preguntó, de pie, con las manos en los bolsillos y con una nueva clase de sonrisa. Era como si fuera a permitir que su joven devoto lo viese ahora por completo.
‑¡Le doy mi palabra de que en este caso sabe más que yo! ‑se aventuró a responder Overt, revelando parte del tormento de no ser capaz de estimarlo abiertamente ni de renunciar a él de manera clara.
‑Mi querido amigo ‑dijo el cada vez más interesado Maestro‑, no se imagine que hablo específicamente de mis libros; no son un tema decente, il ne manquerait plus que ça. ¡No soy tan malo como pueda usted sospechar! De mí, sí, un poco, si lo desea; aunque no era para eso para lo que lo he traído aquí. Quiero pedirle algo... muy especialmente; aprecio esta oportunidad. Así que siéntese. Somos prácticos, pero hay un sofá, ¿ve?, ella ha mimado mis pobres huesos hasta ahora. Como todos los buenos administradores y ordenancistas, sabe cuándo es prudente relajarse. ‑Paul se hundió en la esquina de un hondo sofá de cuero, pero su amigo permaneció de pie en actitud explicativa‑. Si no le importa, en esta habitación, ésta es mi costumbre. De la puerta a la mesa y de la mesa a la puerta. Eso me remueve suavemente la imaginación; y ¿no ve lo bien que está que no haya una ventana para que vuele? El eterno estar de pie cuando escribo (me paro en ese escritorio y lo apunto, cuando viene algo, y continuamos así) era bastante agotador al principio, pero lo adoptamos con vistas a lo duradero; se está mejor, si las piernas no desfallecen y se puede mantener durante más años. ¡Somos prácticos, somos prácticos! ‑repitió St. George, yendo hacia la mesa y tomando mecánicamente el rollo de pruebas. Pero al arrancar la envoltura, cambió su foco de atención para volver a nuestro héroe. Durante un momento se perdió examinando las hojas de su nuevo libro, mientras los ojos del hombre más joven volvían a vagar por la habitación.
«Señor, ¡qué cosas tan buenas haría yo, si tuviera un lugar tan encantador para hacerlas!», reflexionó Paul. El mundo exterior, el mundo de accidente y fealdad, se hallaba de esta manera logradamente excluido, y dentro del rico cuadrado protector, bajo el cielo protector, las figuras oníricas, la compañía solicitada, podían sostener su particular deleite. Era una fervorosa previsión de Overt, más que una observación basada en hechos reales, para la que las ocasiones habían sido demasiado escasas, el que el Maestro, contemplado así más de cerca, tendría la cualidad, el don encantador de brillar, sorprendentemente, en el trato personal y en momentos de expectación interrumpida o incluso tal vez atenuada. Una feliz relación con él sería algo que discurriera a saltos, no en etapas fáciles de seguir.
‑¿Los lee... de verdad? ‑preguntó dejando las pruebas cuando Paul le preguntó si la obra sería publicada pronto. Y cuando el joven contestó «Oh, sí, siempre», su regocijo fue causado de nuevo por algo que captó en su manera de decir eso‑. Uno va a ver a su abuela el día de su cumpleaños, y muy bien está, especialmente porque no durará siempre. Ha perdido todas sus facultades y sus sentidos; ni ve, ni oye, ni habla; pero todas las devociones de costumbre y hábitos bondadosos son respetables. Sólo que usted es fuerte si en realidad los lee! Yo no podría, mi querido amigo. Usted es fuerte, lo sé; y eso es precisamente parte de lo que quiero decirle. Usted es muy fuerte, en verdad. He estado examinando sus otras cosas... me han interesado enormemente. Alguien debería haber hablado antes de ellas... alguien a quien pudiera creer. Pero, ¿a quién puede uno creer? Es maravilloso verlo en el buen camino... es un trabajo decentísimo. Pero veamos, ¿pretende usted seguir así?, eso es lo que quiero preguntarle.
‑¿Que si pretendo hacer más? ‑preguntó Paul, mirando desde el sofá a su erguido inquisidor y sintiéndose, en parte, como un feliz colegial cuando el maestro está alegre y, en parte, como algún peregrino de antaño que pudiera haber consultado a un oráculo famoso en toda la tierra. El desempeño mismo de St. George había sido débil, pero como consejero sería infalible.
‑¿Más...? ¿más? El número no importa; una más sería suficiente si en realidad supusiera un paso más..., un latido del mismo esfuerzo. Lo que quiero decir es ¿va a buscar de corazón algún tipo de perfección decente?
‑¡Ah, decencia, ah, perfección...! ‑suspiró sinceramente el joven‑. El otro doningo hablé de ellas con Miss Fancourt.
Esto produjo una risa de peculiar acrimonia por parte del Maestro.
‑Sí, «hablarán» de ellas tanto como guste. Pero poco harán para ayudarlo a uno a conseguirlas. No hay obligación alguna, desde luego; es sólo que usted me parece capaz ‑continuó‑. Usted debe tenerlo todo pensado. No puedo creer que no tenga un plan. Esa es la sensación que me da, y es tan poco corriente que lo excita a uno de verdad... lo hace a usted notable. Si no tiene ningún plan, si no se propone seguir así, desde luego está en su derecho; a nadie le incumbe, nadie puede forzarlo, y no más de dos o tres personas notarán que usted no sigue el camino recto. Los demás, todos los demás, cada bendita alma en Inglaterra, pensarán que lo sigue... pensarán que está manteniéndolo: ¡palabra de honor! Yo seré uno de los dos o tres que lo sepan mejor. Pero la cuestión está en si puede usted hacerlo por dos o tres. ¿Es ésta la sustancia de la que está hecho?
La pregunta encerró a su invitado durante un minuto como entre brazos palpitantes.
‑Podría hacerlo por uno, si ese uno fuera usted.
‑No diga eso; no lo merezco; me abrasa ‑protestó con unos ojos repentinamente graves y encendidos‑. Ese «uno» es por supuesto uno mismo, la conciencia de uno, la idea de uno, la singularidad de la meta de uno. Yo pienso en ese espíritu puro al igual que un hombre piensa en la mujer que en alguna hora aborrecida de su juventud ha amado y abandonado. Ella lo persigue con ojos llenos de reproche, vive por siempre ante él. Como artista, ¿sabe usted? me he casado por dinero ‑Paul lo miró de hito en hito e incluso se sonrojó un poco, confundido con esta confesión; ante lo que su huésped, observando el gesto de su cara, soltó una risita y prosiguió‑: Usted no sigue mi metáfora. No estoy hablando de mi querida esposa, que tenía una pequeña fortuna, la cual, sin embargo, no fue mi soborno. Me enamoré de ella, como muchos otros han hecho. Me refiero a la musa mercenaria a quien llevé al altar de la literatura. Muchacho, no meta la nariz en ese yugo. ¡Ese horrible rocín le arruinará la vida!
Nuestro héroe lo observó, sorprendido y profundamente conmovido.
‑¿No ha sido usted feliz?
‑¿Feliz? Es una especie de infierno.
‑Hay cosas que me gustaría preguntarle ‑dijo Paul tras una pausa.
‑Pregúnteme cualquier cosa en el mundo. Me abriré por completo para salvarlo.
‑¿Para «salvarme»? ‑dijo con voz temblorosa.
‑Para que no ceje... para que persista. Como le dije la otra noche en Summersoft, que mi ejemplo le resulte vivo.
‑Pero si sus libros no son tan malos ‑dijo Paul entre risas y sintiendo que si alguna vez algún hombre había respirado el aire del arte...
‑¿Tan malos como qué?
‑Su talento es tan grande que se halla en todo lo que hace, tanto en lo que es menos bueno como en lo que es mejor. Tiene usted unos cuarenta volúmenes que lo demuestran... cuarenta volúmenes de vida maravillosa, de observación poco común, de capacidad magnífica.
‑Soy muy listo, naturalmente que sé eso ‑pero era algo, en suma, a lo que este autor no daba importancia‑. Señor, ¡qué porquería serían si no lo hubiera sido! Soy un hábil charlatán ‑prosiguió‑. He sido capaz de hacer que se tragaran mi sistema. Pero ¿sabe lo que es? Es carton‑pierre.
‑¿Carton‑pierre? ‑Paul quedó impresionado y boquiabierto.
‑¡Lincrusta‑Walton! ¡Papel barato!
‑No diga cosas así... ¡me hace sangrar! ‑protestó el joven‑. Yo lo veo en un hogar bello y afortunado, viviendo con bienestar y honor.
‑¿Lo llama honor? ‑su anfitrión increpó con una entonación que a menudo vuelve a él‑. A eso es a lo que quiero que se dedique usted. Me refiero a lo auténtico. Esto es oropel.
‑¿Oropel? ‑exclamó Paul mientras sus ojos vagaban, en una trayectoria natural del momento, por la lujosa habitación.
‑Ah, hoy en día lo hacen tan bien... ¡es maravillosamente engañoso!
Nuestro amigo se estremeció de interés y aún más, quizá, de pena. Sin embargo, no temía aparentar condescendencia cuando aún podía sentir envidia.
‑¿Es engañoso que lo encuentre viviendo con todas las señales de la felicidad doméstica, bendecido con una esposa perfecta y devota, con unos hijos a quienes no he tenido aún el placer de conocer, pero que deben ser unos jóvenes encantadores por lo que conozco de sus padres?
St. George sonrió por la franqueza de su pregunta.
‑Todo es excelente, mi querido amigo, que el cielo me impida negarlo. He hecho una gran cantidad de dinero; mi esposa ha sabido cómo cuidarlo, cómo emplearlo sin malgastar, apartar una buena cantidad, hacerlo fructificar. Tengo un pan en el armario; de hecho lo tengo todo menos lo grande.
‑¿Lo grande? ‑Paul siguió haciendo de eco.
(Continúa)
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