«¿La enterramos?», preguntó Marina.
«Bueno».
Se sentaron juntas allí mismo, y comenzaron a cavar con las manos. A veces se tocaban y rehuían inmediatamente el contacto. Tal vez el comienzo no era más que eso; algo que las dejaba muy cerca. Con los ojos abiertos se compadecía más a la oruga muerta, se deseaba hacerle una tumba bonita, una tumba que contuviera todo lo que la oruga había sido; la cuarta en la procesión, la preferida de otra oruga que ahora lloraba.
«Que mi padre murió en el accidente y luego mi madre en el hospital», dijo Marina de pronto.
Quería acercarse a ella y a la oruga. La niña se volvió hacia atrás y miró en dirección a la entrada del orfanato. El cuerpo de la niña se agarrotó. Marina había arrojado la frase como una piedra a un acantilado; ahora esperaba escuchar el sonido que le diera la medida de su profundidad. Pero la piedra no tocó fondo, siguió cayendo, en el vacío.
La piedra había quedado suspendida.
Las manos pequeñas, Andrés Barba.