Herman Melville - Moby-Dick

Pero lejos de este maravilloso mundo de la superficie, otro mundo aún más extraño se ofreció a nuestros ojos cuando miramos desde la borda: suspendidas en esas bóvedas marinas flotaban las madres que criaban a sus hijos y otras que, por su enorme circunferencia, parecían próximas a parir. Como ya he insinuado, el lago era muy transparente. Y así como los hijos de los hombres, cuando maman, fijan su tranquila mirada más allá del pecho materno, como si tuvieran dos existencias distintas al mismo tiempo y al recibir ese sustento mortal se alimentaran de algún recuerdo ultraterreno, del mismo modo las crías de esas ballenas parecían mirar hacia nosotros, pero no a nosotros, como si sólo hubiéramos sido briznas de algas ante sus ojos de recién nacidos. Flotando inclinadas sobre un lado, las madres también parecían mirarnos tranquilamente. Uno de esos niños que, por algunos indicios, apenas parecía tener un día de vida, medía quizá unos catorce pies de largo y unos seis de diámetro. Era muy vivaz, aunque su cuerpo no parecía del todo restablecido de la incómoda posición ocupada en el redículo materno, donde el feto yace como un arco tártaro, la cabeza contra la cola lista para el salto final. Las delicadas aletas laterales y las de la cola aún conservaban ese aspecto rugoso que tienen las orejas de un niño recién llegado de comarcas extrañas.