[...] en una historia, como en otras cosas, hay necesidades y necesidades. Sé poco de estilo literario, pero he aprendido mientras avanzaba, y descubro que este arte no difiere tanto, como se lo podría creer, de aquel en que me ejercité antaño.
Muchas veintenas, y a veces muchos centenares de personas, asisten a presenciar una ejecución, y he visto balcones que se desprendían de las paredes por el peso de los espectadores, matando a más en un único derrumbe que yo en toda mi carrera. Estas veintenas y centenares pueden equipararse a los lectores de una crónica escrita.
Pero hay otros, además de los espectadores, que es preciso satisfacer: la autoridad en cuyo nombre actúa el carnificario; los que le pagan para que el condenado tenga una muerte sencilla (o dura); y el carnificario mismo.
Los espectadores se sentirán satisfechos si no hay largas demoras, si se le permite hablar al condenado y éste lo hace bien, si la hoja alzada resplandece al sol un momento antes de descender, dándoles así tiempo de contener el aliento y codearse unos a otros, y si la cabeza cae con un satisfactorio flujo de sangre. De manera semejante vosotros, que algún día os zambulliréis en la biblioteca del maestro Ultan, requeriréis de mí que no haya largas demoras; personajes a los que se les permita hablar con brevedad pero con corrección; ciertas pausas dramáticas que señalen que algo importante está por ocurrir; emoción; y una buena cantidad de sangre.
Las autoridades por las que actúa el carnificario, los chiliarcas o arcontes (si se me permite prolongar la metáfora de mi discurso), no tendrán queja si al condenado se le impide escapar, o inflamar demasiado a la plebe; y si al final está indiscutiblemente muerto. Esa autoridad, que me guía mientras escribo, es también el impulso que me conduce a desempeñar mi tarea. Ella requiere que haya siempre en esta obra un tema central, que no se pierda en prefacios o índices, o en otra obra por completo diferente; que no se permita que la retórica la abrume; y que se la conduzca a una conclusión satisfactoria.
Los que pagan al carnificario para que la ejecución resulte indolora o dolorosa, pueden equipararse a las tradiciones literarias y a los modelos aceptados, ante los que estoy obligado a inclinarme. Recuerdo que un día de invierno, cuando la lluvia fría daba contra la ventana del aula en que nos dictaba clase, el maestro Malrubius —tal vez porque vio que estábamos demasiado desanimados para trabajar con seriedad, tal vez porque él mismo lo estaba—, nos contó que hacía muchos años, un cierto maestro Werenfrid, teniendo mucha necesidad de dinero, aceptó una remuneración de los enemigos del condenado y también de sus amigos; y que colocando una facción a la derecha del tajo y la otra a la izquierda, hizo, por su gran habilidad, que a cada una le pareciera que el resultado había sido satisfactorio. De esta misma manera, las partes contendientes de la tradición tironean de los escritores de historias. Sí, aun de los autarcas. Una parte desea sencillez; la otra riqueza de experiencia en la ejecución… de la escritura. Y yo he de intentar frente al dilema del maestro Werenfrid, pero careciendo de su habilidad, satisfacer a ambas. Eso es lo que he intentado hacer.
Queda el carnificario mismo; ése soy yo. No le basta recibir las alabanzas de todos. No le basta ni siquiera llevar a cabo lo que tiene que hacer de modo enteramente meritorio y de acuerdo con la enseñanza de los maestros y las antiguas tradiciones. Además de todo esto, si ha de sentir plena satisfacción en el momento en que el Tiempo levante por los cabellos su propia seccionada cabeza, tiene que agregar a la ejecución algún rasgo, por minúsculo que sea, que le pertenezca por entero y que él nunca repetirá. Sólo así podrá sentirse un artista libre.
Fragmento de La sombra del torturador (1980) de Gene Wolfe