—Dígame cuanto pueda, entonces.
—Con placer —dijo Lukyan Judasson—. Nosotros, los Mentirosos, como todas las demás religiones, poseemos varias verdades que aceptamos como dogmas de fe. La fe es siempre necesaria. Hay muchas cosas que no pueden probarse. Creemos que la vida vale la pena de ser vivida. Eso es un dogma de fe. El propósito de la vida es vivir, resistir a la muerte, quizás desafiar la entropía.
—Continúe —le dije, sintiéndome cada vez más interesado a pesar de mi mismo.
—También creemos que la felicidad es buena, algo que debe buscarse.
—La Iglesia no se opone a la felicidad —dije con frialdad.
—¿Está seguro? Pero no quiero discutir. Cualquiera que sea la posición de la Iglesia con respecto a la felicidad. Ella predica la creencia en la vida después de la muerte, en un ser superior, y un complejo código moral. —Es verdad.
—Los Mentirosos no creen en la vida después de la muerte, ni en Dios. Vemos el universo tal como es, Padre Damián, y estas verdades desnudas son muy crueles. Nosotros, que creemos en la vida y la apreciamos, estamos condenados a morir. Después no habrá nada, el vacío eterno, la oscuridad, la no existencia. En nuestra vida no hay propósito, ni poesía, ni sentido. Tampoco nuestras muertes poseen estas cualidades. Cuando nos hayamos ido, el universo no nos recordará, y será como si jamás hubiésemos existido. Nuestros mundos y nuestro universo tampoco durarán mucho. Tarde o temprano la entropía lo consumirá todo y nuestros míseros esfuerzos no pueden impedir ese horrible final. Habrá desaparecido. Nunca habrá existido. Ya no importará. El universo mismo está condenado a la transitoriedad y por cierto que no le importa para nada.
Me dejé caer hacia atrás en la silla, y sentí un escalofrío al escuchar las sombrías palabras del pobre Lukyan. Me encontré acariciando mi crucifijo. —Una helada filosofía —dije—, además de falsa. Yo también he tenido más de una vez esa terrible visión. Creo que a todos nos ha pasado alguna vez. Pero no es verdad, Padre. Mi fe me sostiene contra tal nihilismo. La fe es un escudo contra la desesperanza.
—Oh, ya lo sé, mi amigo, mi Caballero Inquisidor —dijo Lukyan—. Me alegra que lo comprenda tan bien. Ya casi es uno de nosotros.
Fruncí el ceño.
—Ha llegado al meollo del asunto —continuó Lukyan—. Las verdades, las grandes verdades —y la mayoría de las pequeñas también— son insoportables para la mayoría de los hombres. Hallamos nuestro escudo en la fe. Su fe, mi fe, cualquier fe. No importa, siempre que creamos, real y verdaderamente creamos en cualquier mentira a la que nos aferremos. —Se tironeó los bordes desiguales de su gran barba rubia—. Nuestros psicólogos han probado que los únicos seres felices son los creyentes, ya sabe. Pueden creer en Cristo, o en Buda, o en Erika Stormjones, en la reencarnación, la inmortalidad o la naturaleza, en el poder del amor o en la fuerza de determinada facción política, pero todo es lo mismo: creen; son felices. Los que han visto la verdad son los que desesperan y se matan. Las verdades son tan vastas, los credos tan pequeños, tan pobres, tan plagados de errores y contradicciones. Podemos ver con facilidad a través de ellos, y entonces sentimos el peso de la oscuridad, de la nada, y ya no podemos ser felices.
No soy un hombre lento. Para ese entonces, ya sabía hacia dónde se encaminaba Lukyan.
—Ustedes, los Mentirosos, inventan religiones.
Sonrió. —De todas clases. Y no sólo religiones. [...]
Fragmento de El camino de la cruz y el dragón de G.R.R. Martin (1979)