Dimos sepultura a mi padre, David, en la misma tierra bermeja en la que plantó árboles durante toda su vida, al lado de los campos que regaba religiosamente, cerca de la casa que construyó con sus ásperas manos y en la que yo crecí, rodeado de las personas que amó y que le amaron, bajo el cielo azul que yo estudio como astrónomo. Y a mi madre Sara, que me enseñó el camino para pensar como un filósofo, con la que hablaba cada día desde que llegué a la edad adulta, y que me dispensó sobre todo el regalo de la intelectualidad, la enterramos a su lado dos años después.
En astronomía, vemos a la materia adoptar formas nuevas a lo largo del tiempo. La materia que nos compone se generó en el núcleo de una estrella masiva cercana que estalló. Se aglutinó para formar la Tierra y esta nutre las plantas que alimentan nuestros cuerpos. ¿Qué somos, pues, sino formas efímeras que adoptan pequeñas motas de material durante un breve instante de la historia cósmica en la superficie de un planeta de los muchos que existen? Somos insignificantes no solo porque el cosmos es inmenso, sino porque nosotros mismos somos muy pequeños. Cada uno de nosotros no es más que una estructura pasajera que viene y va, y que se queda graba en la mente de otras estructuras pasajeras. Y ya está.