En Zaragoza, quien le dio la bienvenida fue el más destacado de sus ciudadanos, Ximenes Gordo, y fue él quien recorrió las calles cabalgando junto al heredero de la corona.
Se podría imaginar, cavilaba Fernando, que Ximenes Gordo era el príncipe, y Fernando su sirviente.
Con la misma edad de Fernando, tal vez otro hombre hubiera expresado su disgusto. Él, no; al tiempo que lo disimulaba, cultivó su resentimiento. Había advertido la forma en que los pobres, reunidos en las calles para ver pasar el cortejo, fijaban en Gordo sus ojos admirados. El hombre tenía una especie de magnetismo, una personalidad fuerte; era una especie de campeón de los pobres que se ganaba el respeto del pueblo porque las gentes lo temían tanto como lo amaban.
—Los ciudadanos os conocen bien —comentó Fernando.
—Alteza —fue la indolente respuesta—, es que me ven a menudo. Estoy siempre con ellos.
—Y la necesidad hace que yo esté con frecuencia lejos —completó Fernando.
—Es raro que tengan el placer y el honor de servir a su príncipe. Deben contentarse con este humilde servidor, que hace todo lo posible para que, en ausencia de su Rey y de su Príncipe, se siga administrando justicia.
—Parecería que tal administración no alcanza mucho éxito —comentó secamente Fernando.
—Es que, Alteza, vivimos en una época de desorden.
Sin traicionar todavía la furia y el disgusto que lo embargaban, Fernando miró rápidamente el rostro corrompido y astuto del hombre que cabalgaba a su lado.
—Vengo con un encargo urgente de mi padre —anunció.
De una manera que al joven príncipe se le antojó regia y condescendiente, Gordo esperó a que su interlocutor continuara. Parecía como si con su actitud diera a entender: Vos podéis ser el heredero de Aragón, pero durante vuestra ausencia yo me he convertido en Rey de Zaragoza.
Siempre dominando su enojo, continuó Fernando:
—Vuestro Rey necesita urgentemente hombres, armas y dinero.
El otro inclinó la cabeza con un gesto insolente.
—Me temo que el pueblo de Zaragoza no tolerará más impuestos.
—¿No obedecerá el pueblo de Zaragoza la orden de su Rey? —la voz de Fernando era de seda.
—Últimamente hubo una revuelta en Cataluña, Alteza. Y podría haberla en Zaragoza.
—¡Aquí… en el corazón de Aragón! Los aragoneses no son catalanes, y serán leales a su Rey, bien lo sé.
—Vuestra Alteza ha estado ausente durante mucho tiempo.
Fernando observaba a la gente en las calles. ¿Habrían cambiado?, se preguntaba. ¿Qué sucedía cuando un hombre como Ximenes Gordo se adueñaba así de una ciudad? Había habido demasiadas guerras, y ¿cómo podía un Rey gobernar bien y con prudencia sus dominios, cuando debía pasarse tanto tiempo lejos de ellos, para tener la seguridad de conservarlos? Era eso lo que hacía que los pícaros se apoderaran del poder y ejercieran sobre las ciudades descuidadas un desviado control.
—Debéis informarme de lo que ha venido sucediendo durante mi ausencia —expresó Fernando.
—Será un placer para mí hacerlo, Alteza.
Jean Plaidy, «España para sus soberanos».