Cuando tenía siete años me marché de la Ciudad Embajada. Me despedí de mis padres y de mis ciclohermanos. Regresé a los once años: casada; no exactamente rica, pero con algunos ahorros y algunas propiedades; con ciertos conocimientos de lucha, de cómo obedecer órdenes, de cómo y cuándo desobedecerlas; y de cómo inmersar.
Se me daban medianamente bien varias cosas, pero solo destacaba en una. No era la violencia. Eso es un riesgo cotidiano de la vida portuaria, y en el tiempo que había pasado lejos solo había perdido algunas peleas más de las que había ganado. Parezco más fuerte de lo que soy en realidad, siempre he sido bastante rápida, y, como a muchos luchadores regulares, se me daba bien fingir más destreza de la que tenía. Podía evitar confrontaciones sin parecer cobarde.
Se me daba mal el dinero, pero había acumulado cierta cantidad. No podía afirmar que mi verdadera habilidad fuera el matrimonio, pero se me daba mejor que a muchos. Anteriormente había tenido dos maridos y una esposa. Los había perdido con motivo de cambios de predilección, sin rencor (como digo, no se me daba mal el matrimonio). Scile era mi cuarto cónyuge.
Como inmersora ascendí hasta los rangos a los que aspiraba: los que me aseguraban cierto caché y ciertos ingresos y, al mismo tiempo, me ahorraban responsabilidades fundamentales. En lo que descollaba era en la técnica vital que combina suerte, pereza y cara dura y que llamamos orgulencia.
Creo que fueron los inmersores quienes acuñaron ese término. Todos somos un poco orgulantes. Todos llevamos un demonio sentado en el hombro. No todos los que tripulan aspiran a dominar la técnica —hay quienes quieren capitanear o explorar—, pero, para la mayoría, la orgulencia es indispensable. Hay gente que lo considera mera indolencia, pero en realidad es una técnica más activa y con más matices. Los orgulantes no le temen al esfuerzo: muchos tripulantes se esfuerzan mucho para embarcar antes que nadie. Yo, por ejemplo.
China Miéville, "Embassytown. La Ciudad Embajada."