Y Jacinta y su marido, extasiados por el hermoso panorama, comentaron:
-¡Qué bonito!
-¡Qué bonito!
-Chiquirriquitín -cedió el carretero-, sí, qué concho, que lo es; pero a güeno y a bonito no hay por to er contorno quien le gane. Ahí van ostés, don Esteban, a viví lo mesmo que en la gloria. Ni enfermos que curá va usté a tené, que apuesto yo que no haiga más salú ni onde la crían.
-Nos lleva usted a la fonda, ¿sabe?
-¿Cómo fonda? Pero, ¿quié osté que vaya a habé fondas en Palomas?
-Bien; a la posada, a una hospedería, hasta que busquemos nuestra casa. ¿Las hay desocupadas, que sean buenas?
-Desocupás que desocupás, digo yo que no es sencillo, porque hasta osté no hamos tenido médico, médico propio, vamos ar decí, y no hay pal médico casa que se diga. Cada cualiscual tiene su apaño; pero no es que haigan de fartá, y en tan y mientras, por esta noche, se quearán ostés en la der señó Vicente Porras. ¡Riaá, Morita! ¡Riaá,Serrana! ¡Arsa!... ¡Jaup! ¡Jaup! ¡Jaup!...
Las mulas trompicaban en otro mal paso del camino; atendió a ellas Cernical. Esteban, mirando al pueblo, trataba de compenetrar la impresión de su espectáculo con la única que de él había podido adquirir en un Diccionario enciclopédico donde se hubo procurado los informes. Brevemente, el libro le había dicho que Palomas era una aldea de ciento veinte vecinos, situada en las feraces estribaciones de Sierra Morena, con escuela pública, Juzgado municipal, a diez kilómetros del apeadero Los Torniscos, donde el tren hacía una hora les había dejado, y con producción de cereales, de vinos y de aceites. Él y su mujer, además, por recuerdos de versos y novelas, apoyados con los de la infancia de la Nora, que había nacido en otro pueblecillo andaluz, y confirmados por la verdad tan dulce que la realidad les iba presentando, traían el alma rebosante de la visión de estos edenes perdidos entre idílicas montañas con sus gentes nobles, sencillotas; con sus ricos generosos, sus pastores, sus esquilas de ganados y sus bailes de alegres mozas en medio de una dicha patriarcal regida sonriosa y santamente por la torre de la iglesia y por el cura. Cada estación del año representábaseles con un diverso encanto, siempre lleno de cándidas bellezas: el invierno, de nieves y de fríos cortados por el humo en espiral de los hogares, en que a la hora del Angelus contaríanse cuentos de brujas y de lobos; la hermosa primavera, que tendería sus mantos de esmeralda como alfombras del amor y del trabajo; las eras del estío, con sus noches de chicharras y de estrellas...; y el otoño, en fin, que poblaría las viñas de lindas muchachas y zagales cuyos cestos les coronarían de pámpanos las frentes...
Sin decírselo, dándoselo a entender con medias frases, sentían Jacinta y Esteban la viva sugestión de todo esto, en tanto Nora dormitaba sobre el niño. Fatigados ellos también por el largo viaje, y con ganas de llegar, habían notado que el carro, siguiendo sierra abajo las largas eses de la cuesta, según fue anocheciendo parecía alejarse de Palomas.
El cielo perdía su esplendor de roja lumbrarada, y en los llanos encendíanse por sitios diferentes unas líneas de llamas que brillaban cada vez más, como si caídos del celaje los fuegos de sus púrpuras fuesen abrasando la campiña. El Cernical explicó que era la quema de rastrojos, útiles sus cenizas para abonar las tierras, luego que habíanlos esquilmado las espigadoras y las cabras.
Felipe Trigo, «El médico rural».