Vuelve a despertarse calladamente en mí la leyenda del Golem espectral, de ese hombre artificial que hace tiempo construyera de materia, aquí en el ghetto, un rabino conocedor de la Cábala, quien lo convirtió en un ser autómata y sin pensamiento, al situar tras sus dientes una mágica cifra numérica.
Y del mismo modo que aquel Golem se convertía en una estatua de barro en el mismo segundo en que se quitaba de su boca la sílaba misteriosa de la vida, me parece que todos estos hombres se derrumbarían sin alma en el mismo momento en que se borrara cualquier mínimo concepto, quizás un deseo secundario en alguno, tras quitar de su mente cualquier inútil costumbre, o en otro sólo la oscura espera de algo indeterminado e inconsistente.
¡Qué asechanza tan latente y terrible existe en estas criaturas!
Nunca se las ve trabajar y, sin embargo, están despiertas muy temprano, se levantan con la primera luz de la mañana y esperan conteniendo la respiración, como un sacrificio que nunca llega.
Y si alguna vez parece posible que alguien entre en su territorio, algún indefenso del que se puedan enriquecer, cae de repente sobre ellas un miedo paralizador que las vuelve a hacer esconderse en sus rincones y mantenerse apartadas y temerosas de cualquier provecho.
Gustav Meyrink, "El Golem" (1915).