Después de haber recorrido algunas manzanas procurando mantenerse siempre al resguardo de la sombra, emprendió, como todos los días, el regreso a su casa.
Un perro sin collar, vulgar y feo, le asustó al salir inesperadamente de una esquina. Alargó el bastón para ahuyentarlo, y el perro cambió de dirección, cruzando la calle. A su vez, el hombre se dispuso a cruzarla. Miró a ambos lados, inútilmente, pues no pasaba ningún vehículo. Apoyó el bastón en el caliente asfalto y adelantó una pierna; pero el bastón permaneció rígido en el mismo punto y casi le hizo perder el equilibrio. El hombre juró entre dientes. Tiró de él. Estaba bien fijo en el reblandecido alquitrán. Bajó de la acera, sintiendo cómo la guarda metálica de la pierna se hundía también en la pastosa mezcla.
—¡Maldita sea, debo de ser imbécil! —dijo en voz alta.
Apoyándose en su pierna sana hizo presión con el pie. Pero el hierro se había clavado rígidamente y parecía no querer salir de allí. Se ayudó con las manos, tirando de la escayola y, a cada intento, la cara se le ponía más colorada; después se dio cuenta de que el zapato también se había hundido un poco, privando a la pierna sana de movimiento.
Comprendió que se había clavado en el asfalto, sin posibilidad de salir, a no ser que recibiese ayuda.
Miró a ambos lados de la calle, pero no pasaba nadie.
—Tendré que esperar…
Había transcurrido una hora y el hombre continuaba en su prisión.
La calle seguía solitaria. En una ocasión creyó ver a alguien; después comprobó que se trataba del perro que él mismo había espantado momentos antes.
Había hecho algunos intentos para desasirse de la negra pasta, sin resultado. Ahora esperaba, simplemente. "Esto me pasa por estúpido —pensaba—; ¿quién me manda pasear a estas horas?… Aunque la culpa no es mía…, el alquitrán no debería derretirse por mucho calor que haga. Por lo menos, no de esta forma". Pero, fuera como fuese, estaba allí encerrado y tenía que salir.
Miró hacia sus pies. La guarda de hierro se había hundido más y la escayola rozaba el asfalto. La otra pierna también había descendido; el zapato comenzaba a desaparecer. El calor continuaba siendo insoportable y el sol brillaba con una intensidad aterradora. El hombre miraba de vez en cuando hacia las ventanas situadas a su alrededor, intentando ver a alguien que pudiera ayudarle. Pero las ventanas estaban cerradas. Descubrió nuevamente al perro, no muy lejos de él. El hombre silbó y el perro se detuvo, interesado; el hombre fijó sus ojos en los almendrados del animal, que le observaban atentos.
—Hola…
El perro, inesperadamente, dejó de prestarle atención y emprendiendo un trote corto desapareció, definitivamente, detrás de una esquina.
Carlos Buiza, "El asfalto."
("El asfalto" fue llevado a la pequeña pantalla por Narciso Ibáñez Serrador. Un desesperado alegato contra la insolidaridad humana que alcanzó fama internacional y mereció importantes premios internacionales.)