Al iniciar Sócrates su defensa, dirigiéndose a un jurado integrado por quinientas personas, pide disculpas por no haber preparado debidamente su discurso. Les dice a sus hermanos atenienses que seguramente titubeará, pero pide que no lo interrumpan por ello y ruega que lo consideren como si fuera un extraño proveniente de otra ciudad, y promete que les dirá la verdad, sin adornos ni elocuencia. Comenzar de esta forma era, obviamente, característico de Sócrates, pero no era una característica de la época en la que vivía. En efecto, y Sócrates lo sabía bien, sus hermanos atenienses no consideraban que los principios de la retórica y la expresión de la verdad fueran independientes los unos de los otros. La gente como nosotros se siente muy atraída por la disculpa de Sócrates porque estamos acostumbrados a pensar en la retórica como un adorno del discurso —con frecuencia pretencioso, superficial e innecesario—. Pero, para la gente que la inventó, los sofistas del siglo V a. de C. y sus herederos, la retórica no era sólo una oportunidad para actuar dramáticamente, sino un medio casi indispensable para organizar la evidencia y las pruebas y, por lo tanto, de comunicar la verdad.
No era sólo un elemento clave en la educación de los atenienses (mucho más importante que la filosofía) sino una forma artística preeminente. Para los griegos, la retórica era una forma de escritura hablada. Si bien siempre implicaba una actuación oral, su poder para revelar la verdad residía en el poder de la palabra escrita para exponer argumentos en una progresión ordenada. Si bien Platón mismo cuestionó esta concepción de la verdad (como podemos adivinar por medio de la disculpa de Sócrates) sus contemporáneos creían que la retórica era el medio apropiado mediante el cual la «opinión correcta» podía descubrirse y articularse. Desdeñar las reglas de la retórica, expresar los pensamientos de cualquier manera sin el debido énfasis o la pasión apropiada, se consideraba agraviante para la inteligencia del auditorio y sugería una cierta falsedad. De ahí que podamos asumir que muchos de los doscientos ochenta jueces que emitieron un voto de culpabilidad contra Sócrates, lo hicieron porque su conducta no era coherente con la veracidad del caso según ellos lo entendían.
Lo que trato de demostrar con este ejemplo y los anteriores es que el concepto de verdad está ligado íntimamente a los prejuicios de las formas de expresión. La verdad no viene, y nunca ha venido, sin condicionamientos. Debe aparecer con una vestimenta adecuada, pues de lo contrario se puede ignorar, lo que equivale a decir que la «verdad» es una especie de prejuicio cultural.
Neil Postman, “Divertirse hasta morir. El discurso público en la era del «show business»”