Debate delante de un cuadro

Durante los meses siguientes Pedro desarrolló una actividad frenética y ofreció unas cuantas obras de valor a Hausmann, que este siempre agradecía, pero teniendo buen cuidado de mostrar una ligera mueca de decepción. A Hausmann le encantaban las tablas flamencas, los lienzos italianos y los cuadros religiosos españoles, que las tropas napoleónicas se habían llevado de España por centenares, pero nunca parecía satisfecho.

—¿Me encontrará otro Boticelli? —le preguntó un día en Blois, donde habían ido juntos de viaje a visitar las obras almacenadas en el castillo de Chambord.

—Pues seguramente no, pero puede que aparezca un Rembrandt o un Leonardo...

—A ver si es verdad...

—También podría encontrarle algo moderno —ofreció Pedro en aquella ocasión.

Hausmann negó con la cabeza.

—Los cuadros modernos serán buenos cuando sean antiguos. De momento, sólo son famosos.

Pedro se sintió atacado personalmente.

—¿Hay que estar muerto para ser grande? —contraatacó.

—En absoluto. Los verdaderamente grandes también estuvieron vivos en su momento. Pero tenga en cuenta que soy, ante todo, periodista, y me conozco los manejos de los críticos de arte al menos tan bien como usted.

—Hay casos para todos los gustos... —trató de diluir Ríos, que estaba al corriente de lo que el alemán señalaba. 

Hausmann paseó unos instantes por uno de los inmensos pasillos de Chambord. Le gustaba aquella sensación de soledad en medio del campo, en un palacio pensado justamente para lo que era su especialidad: impresionar al enemigo. Toda Francia estaba llena de edificio magníficos como aquel. Versalles, desde luego, era insuperable, pero Chambord tampoco estaba nada mal. De hecho, a él, personalmente, le gustaba más Chambord que Versalles, aunque ninguno se podía comparar, a su gusto, con el pequeño Azay le Rideau.

  —¿Sabe cómo se llega a la fama en esto de la pintura?—preguntó con media sonrisa.

Ríos no respondió.

—Usted sí lo sabe, desde luego. No le señalo, pero lo sabe: se llega a la fama consiguiendo que te mencionen los críticos influyentes. Y para conseguirlo, lo mejor es regalarles unos cuantos cuadros. Pongamos media docena. Después ya se encargan ellos de ensalzar al autor para dar valor a esos cuadros y sacarse por ellos un buen dinero. Un dinero justa y exactamente tan bueno como ellos sean capaces de revalorizar al autor con sus críticas. ¿O no funciona así?

—Yo nunca he regalado cuadros —se defendió Ríos.

—Mentira. 

—Jamás lo hice —insistió Ríos.

Hausmann frunció el ceño.

—Supongamos que lo doy por bueno. Pedro Ríos nunca regaló cuadros... Pero usted, de todos modos, tenía un montón de buenos amigos que le ayudaron a hacerse famoso. ¿O ha perdido ya la memoria de sus comienzos? 

—Los críticos siempre ayudan, no lo puedo negar...

Hausmann sonrió.

—Sí, claro, ¿y sabe una cosa? A veces ayudan al mediocre, para que los buenos no hagan sombra a sus protegidos, que son sus inversiones. O a veces simplemente se divierten ensalzando verdaderas basuras. Dicen que lo hacen por provocación, pero en realidad lo hacen por soberbia. ¿No le suena?

—No lo creo.. —rechazó Ríos.

—¿No lo cree, eh? Pues está claro: alabar a un buen pintor no añade nada a su prestigio. Sólo los críticos novatos alaban y ensalzan a los buenos pintores. Muchos críticos de verdadero prestigio se divierten escribiendo elogios a verdaderos tarugos porque de ese modo hacen notar al resto de pintores quién manda en el mercado. Es como si les dijeran: todos sabemos que Fulano es un inútil, pero mirad lo que puedo hacer con él sólo con mi firma, así que imaginad lo que podría hacer con vosotros si quisiera. Obedecedme y sed mansos conmigo. Aceptad el precio que os ofrezcan mis amigos por vuestras obras y todo irá bien. Es un régimen de terror....

—Creo que exagera —rechazó Ríos.

Hausmann se echó a reír y su risa resonó en los pasillos de Chambord. El efecto teatral de aquel eco le hizo gracia al alemán, que levantó ambos brazos para imponer silencio al eco, como si fuese un director de orquesta.

—¿Exagero? —preguntó sonriente.

—Claro que sí. No es para tanto —aseguró Ríos.

—¿También es colaboracionista con los críticos? No pierde usted ni una ocasión, caramba...

Pedro clavó su mirada en Hausmann, que enseguida se disculpó con una palmada en la espalda, antes de continuar.

—Me sé al dedillo esos trucos. ¿O cómo se cree que llegué yo al Ministerio de la Propaganda? 

—Por militancia en la partido nazi, por supuesto.

—También. Pero fundamentalmente por conocer esa clase de cosas.

—Mentir, mentir y mentir...

—Efectivamente. Mentir sin intentar siquiera que te crean. Mentir para demostrar que impones tu versión de las cosas, porque todo el mundo prefiere aceptar tu punto de vista antes que discutir contigo. Eso es una demostración de fuerza. Eso es dominar al otro: obligarlo a aceptar mentiras y a vivir en ellas como si fuesen balnearios o clínicas para tuberculosos espirituales —respondió Hausmann, yendo hacia un cuadro enorme que habían dejado apoyado sobre una pared —Ayúdeme a desembalarlo —solicitó.

Pedro hizo lo que le pedían y pronto pudieron ver “la libertad guiando al pueblo”, la colosal obra romántica de Delacroix.

—Dígame que ve, por favor —rogó Hausmann.

Pedro Ríos sonrió.

—Una alegoría de la libertad, semidesnuda, enarbolando la bandera francesa y poniéndose al frente de los revolucionarios que luchan contra la tiranía. El título lo dice todo: la libertad guiando al pueblo. Un cuadro molesto para usted, seguramente... —se permitió contraatacar Ríos.

Hausmann compuso una mueca.

—Pues yo no veo eso.

—¿Ah, no? —se burló Ríos.

—No. Yo veo a una chica con la ropa desgarrada portando una bandera. Posiblemente sea una alegoría de la Libertad, es cierto, pero parece asustada y corre delante de un montón de gente armada. Yo diría que es la Libertad huyendo del pueblo, porque la Libertad siempre huye de la chusma. Cuando el populacho toma las armas, lo más probable es que a la Libertad la acaben de violar entre diez o doce y tenga que escapar a toda prisa, fusil en mano, por si la llegan a alcanzar. ¿Ve como no es un cuadro que pueda molestarme?

—¡Qué estupidez!

—En absoluto. Eso es lo que trataba de decirle: si tuviese el tiempo suficiente, el control de los periódicos y verdadero interés en conseguirlo, muy pronto lograría que se le cambiase el título a este cuadro, y dentro de treinta años todo el mundo la conocería como “la libertad huyendo del pueblo”. En eso consiste el poder. Y ese justamente es el poder de la propaganda.

—Mentir...

—Sí, mentir: ya se lo dije. Y mentir a propósito, para que los que te escuchan pierdan el contacto con la realidad. Cerrar las ventanas al exterior para que la única realidad sea la que les cuentas.

—Trabajo de negrero. Trabajo de esclavista.

—Es posible, pero siempre es mejor que el látigo. O al menos tiene mejor imagen —trató de bromear Hausmann.

—No le envidio... —menospreció Ríos.

Hausmann entrecerró levemente los párpados. Luego miró fijamente al español y apretó los labios en una fina sonrisa.

—¿Que no me envidia? Pues yo creo que sí —repuso.

La libertad huyendo del pueblo. Javier Pérez F.