Al señor Mendoza apenas le dio tiempo de ver lo que las manos de la muchacha rubia hacían en el tablero de la mesa. Desapareció inmediatamente; y dos décimas de segundo después volvió a aparecer. El primer sonido que exhaló fue un largo suspiro de alivio. No había grandes cambios en él; solamente su aspecto fatigado, una moradura sobre el ojo izquierdo y un arañazo en la mano derecha, aún goteante de sangre.
—¡Señor! —resopló, abalanzándose sobre el nuevo Calixto helado que acababa de surgir del tablero de marfil—. ¡Qué barbaridad!
Esta vez había una clara nota de desprecio en la voz de la señorita Hollister.
—Si sólo ha estado usted un día… cincuenta créditos, señor Mendoza.
La aristocrática mano de la joven depositó una moneda sobre la mesa, al lado de la butaca ocupada por el hombre.
—No era muy peligroso —dijo él, después de dejar el vaso vacío sobre la mesa—. ¿Sabe usted lo que era? ¿O es que les prohíben escuchar…?
—No; en absoluto. Puede usted decir lo que quiera…
—Bueno; nada más empezar la… oportunidad, me encontré en medio de una masa de seres de color verde, con una especie de plumeros encima de la cabeza…
—El planeta Traskiliskar —comentó ella.
—Eso mismo. Yo era como ellos, y resulta que era nada menos que recaudador de contribuciones… Todos se echaron encima de mí, aullando y berreando… Al principio creí que querían matarme, ¿entiende usted? Pero luego resultó que no. Parece que esa gente, los traski… los trasli… bueno, como se llamen, tienen un sentido absurdo de las cosas. ¿Sabe usted? ¡Me perseguían para pagarme los impuestos! ¡Nada menos! Entonces comprendí las prohibiciones: no podía esconderme, ni tirar el dinero. Estaba bien claro. Pero ¡qué barbaridad! Me acosaban, me perseguían, me metían el dinero en las bolsas que yo llevaba en la cintura, me arrancaban los recibos de las manos…
Y por cierto… ¿sabe usted qué impuesto cobraba yo?
—No, señor Mendoza…
—El Impuesto sobre el adulterio triple… entonces sabía lo que era, pero ahora… bueno; no puedo acordarme bien. Era horroroso, palabra… A lo lejos, vi a uno de mis colegas de recaudación cayendo bajo una masa de contribuyentes; el pobre se levantó y siguió cobrando… ¡Qué espanto! Me harté en seguida, palabra. Oiga, señorita Hollister… prefiero otro trabajo más arriesgado, pero con menos gente… ¿Probamos?
Gabriel Bermúdez Castillo, "Cuestión de oportunidades"