Cuando aúllan los lobos, una fibra más antigua que la razón se estremece en cada ser humano.
Muchos, la mayoría, sienten un escalofrío y buscan el abrigo de la roca, de la manta conocida, de las llamas de la hoguera que obliga a la oscuridad a retirarse unos pasos. Para estos es la hora del silencio, de esperar la madrugada rogando porque la fiera pase también hoy de largo.
Pero hay otros, unos pocos, que cuando aúllan los lobos se levantan y responden. Y sin volverse velludos, sin que les crezcan los dientes como afirma la leyenda, pertenecen a la estirpe de los que huelen la sangre.
Nadie sabe cómo se llega a ser de una clase o de la otra. No hay herencias, ni enseñanzas, ni madres que transmitan a sus hijas el secreto, ni padres que lo enseñen a sus primogénitos en el claro de un bosque.
Nadie sabe qué bisagra los divide, y sólo hay un modo de distinguirlos: cuando aúllan los lobos, unos tiemblan y otros ríen.
Llara, la maldición de las águilas. Javier Pérez