La chica me miró con sus verdes ojos, parecía como si me mirara desde detrás de su propia máscara de Antígona, como si sus ojos de color verde pálido fueran un elemento independiente de la máscara, situado en algún lugar más profundo.
—No puedes leer un poema sin que te cambie de alguna manera —me dijo—. Ellos lo escucharon y el poema les colonizó. Anidó en su interior, y sus ritmos se integraron en su manera de pensar; las imágenes transformaron sus metáforas; los versos, con la actitud y las aspiraciones que llevaban implícitas, se convirtieron en su vida. La próxima generación de niños nacería conociendo el poema y, al poco tiempo, dejaron de nacer niños. No eran necesarios, ya no. Sólo quedaba un poema, que se encarnaba y caminaba y se propagaba por todo el mundo conocido.
Me arrimé más a ella, hasta que noté su pierna contra la mía. No pareció disgustarle: me puso la mano en el brazo, con cariño, y sentí que una sonrisa afloraba a mis labios.
—Hay lugares en los que somos bien recibidos —dijo Triolet—, y lugares en los que nos consideran una mala hierba, o una enfermedad, algo que hay que poner en cuarentena y eliminar de forma inmediata. Pero ¿dónde está la frontera entre el contagio y el arte?
—No lo sé —respondí, sonriendo.
En la otra habitación, seguía sonando aquella desconocida música.
Triolet se inclinó hacia mí y... supongo que fue un beso. Supongo. En cualquier caso, apretó sus labios contra los míos y, después, satisfecha, se apartó, como si ya me hubiera puesto su sello.
—¿Quieres que te lo recite? —me preguntó, y yo asentí con la cabeza, sin saber muy bien qué era exactamente lo que me estaba ofreciendo, pero convencido de que yo necesitaba cualquier cosa que ella quisiera darme.
Comenzó a susurrarme algo al oído. Eso es lo más extraño de la poesía: la reconoces como tal aunque no conozcas el idioma. Escuchas a Homero en griego y, aun sin entender una sola palabra, sabes que es poesía. He escuchado poemas en polaco y en esquimal, y sabía que eran poemas aun sin tener la más mínima noción de ninguna de esas dos lenguas. Con su susurro me pasaba lo mismo. No conocía aquella lengua, pero las palabras iban calando en mí, y, mentalmente, veía torres de cristal y diamante; y seres de ojos color verde pálido; y, bajo cada una de las sílabas, podía sentir el inexorable avance del océano.
Puede que la besara de verdad. No lo recuerdo. Sólo recuerdo que yo lo deseaba
Fragmento del relato Cómo hablar con chicas en fiestas de Neil Gaiman (2006)