Llegué a concluir una serie de once esculturas de estos personajes de yeso, alargados, solitarios, meditabundos y provistos de largos penes; a todos ellos los pinté en color caoba. Metí dos de mis modelos en unas cajas y con ellos fui a una galería casi desconocida de nombre “Equus”. Cuando llegue vi que había una exposición colectiva permanente y entre las obras que allí se exponían había unas cabezas de corcel en bronce cuya autora era Cristina Gálvez, una reconocida escultora peruana. Me topé con aquellas esculturas y todos mis bríos se derrumbaron, sentía que no debía siquiera mostrar mis trabajos. Había tomado la decisión de irme sin enseñar nada cuando fui abordado por un tipo de modales afeminados que luego de saludarme con mucha amabilidad me preguntó si era estudiante de arte. Yo le respondí que no era estudiante pero que hacía esculturas. Él siguió la conversación indagándome sobre el tipo de esculturas que creaba y luego de “pulirme” describiendo lo que hacía, opté por mostrarle tímidamente las que tenía dentro de mis cajas ¡Oh, sorpresa! El tipo afeminado era el dueño de la galería y me manifestó su agrado por mis esculturas. Me dijo: “Pero eres un crío ¿Cómo es que se te ocurre hacer todas estas cosas? ¿Quieres venderlas?” Temblando y balbuceando, le confesé que mi intención era demostrarles a mis padres que yo era un creador y que estaba seguro de haber nacido para cumplir ese rol. Aún estoy convencido de que lo que le impulsó a actuar como lo hizo fue mi estúpido rostro de niño asustado, creo que le inspiré una mezcla de lástima y simpatía paternal o quizás maternal pues, como dije, era afeminado. Me las cotizó en algo más de quinientos soles de esos tiempos y me pidió dejarlas en exposición.
Cuando llegué a casa estaba lleno de una euforia que había arrastrado todo el camino de regreso mas al llegar la alegría era casi incontrolable. “Papá Vicente” estaba recostado en su perezosa, en un rincón de nuestro hermoso jardín. Cuando me vio, tal era mi expresión de extrema satisfacción que aun desconociendo la causa de mi optimismo, sin levantarse de su perezosa abrió los brazos haciéndome una muda invitación a fundirnos en un cariñoso abrazo. Casi entre sollozos le dije:
-¿Sabes que esas tonterías que hago con los fierritos y el yeso me las cotizaron en más de quinientos soles y que ahora están en exposición en una galería de arte?
Aquí tratare de dar mi interpretación metafísica personal respecto a las oportunidades que la vida nos puede brindar: Los planes de “El Gran Hacedor” siempre están allí, sobre nosotros, sobre todos, sin embargo sólo a quienes Dios dota de la antena indicada para captar la frecuencia de estas oportunidades, les está permitido el acceso a ellas. Para los demás, para los no escogidos para llevar a cabo estos roles, esas frecuencias son inaccesibles y aunque estén delante de sus narices no las percibirán jamás; sólo sucederá si “El Gran Hacedor” decide que eres el indicado para llevar acabo esos propósitos, será entonces que moverá de entre su inmensa legión de ángeles involuntarios, los que deban facilitarte lo que precises para llevar a cabo la misión que Él te ha encomendado.
Sin embargo, aun cuando la escultura me permitía expresarme, no llegaba a colmarme. En mi mundo interior pululaban ruidos y sonidos que pugnaban por salir de mi fértil subconsciente y que la escultura no me permitía reproducir para dar a conocer a “los de afuera”. La alternativa sería la guitarra; si Hendrix la había hecho hablar y él era humano, entonces ello era posible, simplemente debía conectarme a su frecuencia.
Me urgía aprender a tocar la guitarra para exteriorizar los murmullos de mi alma. Un día fui a visitar a un primo y lo primero que hallé al cruzar la entrada de su casa, fue una vieja guitarra con clavijas de madera que luego de afinar las cuerdas debían asegurarse presionándolas contra el cabezal que remataba el mástil. La guitarra era un desastre pero a mi me encantó porque tenía la forma de una guitarra eléctrica.
- Primo ¿Y de quién es esto?- Pregunté.
- Un primo que vino del norte la trajo y la dejó hace más de dos años. Aquí estorba, así que la botaremos a la basura.
Yo estaba necesitando una guitarra para culminar la gestación de los ruidos que se embrionaron en mi subconsciente y en ese preciso instante tenía en mis manos la herramienta que me permitiría parirlos. Mi primo había sido el ángel involuntario (ya que él no se lo propuso) designado para facilitarme el instrumento a través del cual se conectaría mi alma con el mundo exterior por casi cuarenta años terrestres.
O. Mejìa, Arte y Cultura