Debía ser por todas las experiencias vividas en el plano castrense que mi forma de expresión artística- pictórica sufrió una severa variación. Los cuerpos femeninos voluptuosos desaparecieron y dieron paso a laberintos de seres mutilados, yelmos extraños de donde emergían hombros y senos, penes con alas de murciélago, huevos de ave con piernitas ridículas, traseros femeninos defecando dados…y sobre todo irrumpieron en mi obra lo que di en llamar “Los boquicéfalos”, especímenes que tenían por cabeza, expresivas y enormes bocas babeantes. Todos estos personajes y elementos poseían anatomías grotescas, burlonas y mordaces, caricaturas moviéndose dentro de una densa atmosfera llena de humor negro, siempre fiel a mi temática erótica, como es de suponer.
Dejé de lado los pinceles y los lápices que remplacé por el bolígrafo. Solía comprar infinidad de bolígrafos de tinta negra; los recién estrenados me permitían obtener tramas grises y conforme se desbocaban al tiempo que sus trazos se hacían cada vez más oscuros, los codificaba diferenciándolos con cintas autoadhesivas numeradas, de este modo conseguía tonalidades en degradé y acabados casi fotográficos.
Mi nueva forma de expresión artística merecía un mote que la identificara por sí misma, diferenciándola de las anteriores. “Surrealismo destructeórico” fue, a mi entender, el más apropiado, basado en que mi desbordante imaginación tenía el poder de recrear de manera fidedigna -según mi apreciación-situaciones y emociones extremas ajenas, vale decir, no vivenciadas por mí pero que en teoría sí las podía hacer mías. Para dar un ejemplo: No tenía necesidad de jalar del gatillo de un arma para herir a nadie, pero sí la imaginación suficiente como para meterme en la piel de un homicida y sentir lo que él al realizar esta acción.
Retomé mis estudios secundarios truncados momentáneamente cuando decidí incursionar en el servicio militar para culminarlos satisfactoriamente al ser dado de baja. Finalizada mi educación media, cierto día “Papá Vicente” se acercó y me dijo:
-Hijo ya terminaste la secundaria ¿Qué piensas estudiar ahora?
-Artes plásticas- Le contesté muy seguro de mi elección.
Aún tengo grabado en mi mente el rictus de decepción en el rostro de mi padre al oírme. Definitivamente, siendo él una persona con una vida ligada a la medicina, le hubiera complacido que yo estudiara química farmacéutica, odontología, obstetricia o cualquier profesión afín. Mi papá había abrigado la esperanza de que mis inclinaciones artísticas sólo se tratasen de un capricho pasajero o en todo caso, de un hobby que podría desarrollar paralelamente a lo que él consideraba “una profesión seria”. Tan notoria fue mi convicción que presumo, por amor y respeto a mis ansias de volar mis propios cielos, el rictus se transformó en un gesto de aprobación.
-Está bien hijo pero si vas a hacerlo, quiero que estudies en el mejor lugar, averigua cuál es.
No tengo palabras para describir cuán amado me sentí por ese extraordinario hombre que era mi padre y que aún a pesar de lamentar que yo no tomara la posta para perpetuar su misión, optó con buena predisposición por apoyar mi determinación de realizarme en aquello que anhelaba, ser yo mismo, ser un artista.
Aprobados los exámenes de rigor como postulante, unas pruebas de aptitud artística que superé con mucha facilidad más una entrevista personal en la que me lucí hablando de mis expectativas y sueños de artista, fui admitido como alumno de la otrora “Escuela de Artes Plásticas de la Pontificia Universidad Católica del Perú”. Se me asignó como tutora a una reconocida escultora abstracta- cuya identidad reservo para mí-.
Mi compañero inseparable por aquella época, era un cuaderno con hojas en blanco que con entrega y esmero, iba atiborrando de extraños dibujos. Una mañana, mi profesora -tutora me halló sentado en el césped garabateando una de mis alucinadas y retorcidas composiciones. Tuve la impresión de que sería un momento muy significativo puesto que ella estaba a punto de descubrir cuán madura era mi creatividad, pero…
- ¿Tú haces eso? - me preguntó asombrada.
- ¡Sí! - Contesté henchido de una disimulada jactancia.
-Pues… creo que no deberías hacerlo ¡Esto no sirve! Sólo dificulta tu aprendizaje. Mira, estás en un centro de estudios, una escuela de arte donde debes acudir con la mente vacía y abierta para que nosotros la llenemos de conocimiento.
¡Diablos! Yo esperaba que se sintiera orgullosa al darse cuenta de que ese joven que estaba bajo su tutela era un creador, esperaba que me acariciara el lomo y por último me diera algunos consejos para mejorar o pulir mi producción creativa, pero en cambio lo que hizo fue tomar un mazo psicológico para apalearme la mente y el alma… ¡Mi tutora se proponía matar mi talento! Esto fue lo que sentí más no me dejé amilanar, no le contesté nada, simplemente dejé de dibujar y cerré mi cuaderno; con ello simbolicé el tapiado de la entrada a mis mundos para ella.
La profesora continuó hablando, pero a mí, honestamente dejó de interesarme y ya no escuché más, estaba muy absorto en la construcción de mi alter ego para hacer frente a tamaño desatino. “Me equivoqué con esta pobre mujer ¡Lógico! Si ella se dedica a crear abstracciones lo más probable es que no lo haga por convicción o consecuencia con su hablar artístico. Quizás se deba a su imposibilidad de dibujar figuras humanas o quizás por carecer de la capacidad de soñar y fantasear como yo… o lo que es peor… quién sabe si mis dibujos no le han provocado envidia”. De algo estaba más que seguro: Quería amordazarme y no iba a darle mi consentimiento para ello.
Durante los exactamente treinta meses decepcionantes- desde Enero de 1979 hasta Julio de 1981- conocí a algunos artistas reconocidos que se desempeñaban como docentes: Adolfo Winternitz, Director de la escuela; Ana Macagno, sub-directora; Julia Navarrete, Cesar Campos y otros pero jamás escuché algo de su profunda filosofía, nunca oí de sus labios una palabra que me deslumbrara ¡Qué desilusión! Yo había idealizado al artista y estos señores no cumplían ni por asomo con mis expectativas, el demente creador iluminado no estaba allí. Me sentía un aprendiz de druida y fui a la escuela en busca del druida mayor que compartiera conmigo algo de su magia y lo que hallé fueron mortales comunes que intentaban inculcarme e instruirme con algunas técnicas y conocimientos académicos, pero nada más.
Aun así, creo que disfruté de las clases de dibujo pues reproducíamos con carboncillos y sanguinas- tizas grasosas de color sepia o marrón- los rostros y cuerpos de aquellos que se prestaban para ser nuestros modelos, imprescindible ejercicio para alcanzar la destreza que ansiaba. Asimismo, aunque tediosas, las clases de composición me resultaron interesantes. Se trataba de recortar figuras geométricas previamente pintadas de colores para luego pegarlas en cartulinas buscando crear abstracciones de movimientos en el área. Estaba convencido de que practicar dicha técnica con figuras geométricas me sería de utilidad en un futuro al trasladarla a cuerpos humanos y elementos que conformarían mis mundos y que, gracias a ello, los mostraría en un conjunto de movimientos distribuidos armónicamente en sus espacios. Conforme pasaba el tiempo, comprendía que dedicarnos por más de dos años a pintar y recortar círculos, cuadrados, rectángulos y triángulos era dilatar inútilmente nuestro adiestramiento y hacernos perder el tiempo bajo consigna de la misma universidad con el fin de hacernos pagar mensualidades prolongadas.
Uno de los cursos que sí disfruté plenamente fue el de Lingüística donde el profesor nos hablaba de la magia de la palabra y nos estimulaba a escribir dirigiéndonos a públicos objetivos. Eso me encantaba, podía soñar y fantasear libremente.
Fue durante y para esas clases que escribí mis dos historias cuyo personaje era “Artifex”, un artista que sufre la incomprensión, tacha y censura de la sociedad hipócrita que no tolera lo que no comprende. Por aquellos días solía decirme “Tengo el poder de arrancar mi cabeza y tirarla a rodar por los caminos sabiendo que, cual boomerang, volverá a mí cargada de las visiones que percibió en su recorrido”
Desde mi infancia, he incursionado apasionadamente en muchas formas de expresión artística pero muy raramente convivían unas con otras en tanto vigencia temporal: Al cobrar vida el Oswaldo ilustrador, mataba al Oswaldo escultor, al Oswaldo músico, al Oswaldo escritor; cuando el Oswaldo escultor daba un paso al frente, este haría lo mismo con “los demás Oswaldo” y así sucesivamente, cada Oswaldo esperaba su turno para reclamar la exclusividad.
A mediados de 1981 decidí abandonar mis estudios universitarios. Jamás volví a acercarme a ella porque yo no había ido a la Escuela de Artes Plásticas para dejarme transfundir ideas como si estuviera en el ejército, no, llegué a la escuela de artes siendo un artista y esa condición la defendería a rajatabla, estaba muy orgulloso de serlo. Si algo he de agradecerle es que de allí en adelante fui mucho más fuerte y tenaz con mis convicciones. El artista, en su propuesta personal, no debe crear para agradar a nadie, salvo que el hambre apriete y claro, se vea obligado a prostituir su talento realizando trabajos por encargo.
Para entonces, quien estaba en boga era el Oswaldo escultor, por lo que me aboqué a culminar una serie de doce esculturas semi-monumentales en “cemento diablo fuerte”- mezcla de cemento y yeso que fragua en minutos- más trece dibujos en formatos de grandes dimensiones donde predominaban el blanco y el negro. Conforme con lo logrado, los presenté en mi primera exposición individual en la reconocida galería “Pancho fierro” en Lima-Perú. La temática estaba dentro de mi surrealismo “Destructeórico”, los ya mencionados laberintos de cuerpos mutilados y desmembrados, los “Boquicéfalos”, gusanos con rostros humanoides, todos así de repugnantes, pero de un acabado exquisitamente prolijo.
Como era de esperar esta exposición pasó sin pena ni gloria, apenas dos o tres periódicos le dedicaron unas pocas líneas a mis delirantes obras.
Finalizada la muestra y sumido en una profunda depresión las llevé de regreso a casa y allí, una a una, las fui usando de blanco para mis prácticas de tiro con una carabina que poseía en aquel tiempo. Sólo una escultura se salvó de ser disparada: “Sybilia del pie varo”. Meses más tarde la expuse en una muestra colectiva patrocinada por la galería “Forum” en el Centro Comercial Plaza Camacho- muy distinguido en ese entonces- pero tal era mi desinterés que nunca la reclamé, jamás supe sobre la suerte que corrió.
Este absurdo proceder se dio de manera natural, como si “Artifex” se hubiera reencarnado en mí. Fue una especie de suicidio, un rito harakiri. “Si no te entendieron, si no fueron capaces de comprenderte, no tiene ningún fundamento seguir aquí”.
LAS BOTAS DE BACO VIAJABAN EN CÍRCULOS
¡¡NO QUIERO VEEEEER!!
Sopla el viento, necio es su poder.
Esferas de cristales fluyen en tropel.
Si matan al talento, no quiero ver.
Si matan al talento, caerá el corcel.
El rey es ciego y de cerdos, su ley.
No sé a quién orar ¿Por qué lo voy a hacer?
Si matan al talento, no quiero ver.
Si matan al talento, caerá el corcel.
Mis alas han volado hacia donde muere la luz.
Lascivas mariposas han hurtado el mar azul.
No quiero ver caer al corcel
Vociferando:
¡¡EXISTOOOOOO!!
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