Charles Dickens - Oliver Twist

Entre los varios edificios públicos de cierta ciudad, que por muchas razones será prudente que me abstenga de citar, y a la que no he de asignar ningún nombre ficticio, existe uno común, de antiguo, a la mayoría de las ciudades, grandes o pequeñas; a saber: el Hospicio. En él nació-un día y año que no he de molestarme en repetir, pues que no ha de tener importancia para el lector, al menos en este punto del relato- el ser mortal cuyo nombre va antepuesto al título de este capítulo.

Bastante después de haber sido introducido en este mundo de pesares e inquietudes por el médico de la parroquia, se abrigaron innúmeras dudas de que el niño sobreviviese siquiera lo preciso para llevar un nombre, en cuyo caso es más que probable que estas Memorias no hubiesen aparecido jamás, o, de haberse publicado, al hallarse comprendidas en un par de páginas, hubieran poseído el inestimable mérito de constituir la biografía más concisa y fiel de cuantas existan en la literatura de cualquier época o país.

Si bien no estoy dispuesto a sostener que el haber nacido en un hospicio sea, por sí sola, la circunstancia más afortunada y envidiable que pueda acontecer a un ser humano, sí he de decir que, en este caso particular, fue lo mejor que pudo haberle ocurrido a Oliver Twist. Es el caso que se tuvieron grandes dificultades para inducir a Oliver a que tomase sobre sí la tarea de respirar, práctica molesta, pero que la costumbre ha hecho necesaria para nuestra cómoda existencia, y durante un rato permaneció boqueando sobre un colchoncillo de borra, suspendido de manera harto inestable entre este mundo y el otro, indudablemente inclinada la balanza en favor de éste último. Ahora bien: si durante ese breve período hubiese estado Oliver rodeado de solícitas abuelas, anhelosas tías, expertas nodrizas y doctores de honda sabiduría, inevitable e indudablemente hubiera muerto en un decir amén. Mas como no había sino una pobre vieja, bastante aturdida por el inusitado uso de la cerveza, y el médico de la parroquia, que desempeñaba estas funciones por contrata, Oliver y la Naturaleza pudieron dilucidar la cuestión por sí solos.

El resultado fue que, mediante algunos esfuerzos, Oliver respiró, estornudó y procedió a anunciar a los huéspedes del Hospicio el hecho de la nueva carga impuesta sobre la parroquia, lanzando un grito todo lo agudo que lógicamente podía esperarse de un infante que sólo poseía ese utilísimo accesorio que es la voz desde un espacio de tiempo no superior a tres minutos y cuarto.

Tan pronto como Oliver dio esta primera prueba del libre y adecuado funcionamiento de sus pulmones se agitó la remendada colcha que se hallaba desaliñadamente extendida sobre el lecho de hierro, se alzó desmayadamente sobre la almohada el rostro pálido de una joven y una voz apagada articuló de un modo imperfecto estas palabras:

-¡Dejadme ver a mi hijo antes de morir!

El doctor, que se hallaba sentado cara al fuego, calentándose y frotándose las manos alternativamente, al oír la voz de la joven se levantó y, acercándose a la cabecera de la cama, murmuró, con más dulzura de la que pudiera esperarse de él:

-¡Vamos! No hay que hablar de morirse todavía.

-¡Pues claro que no...! -exclamó la enfermera, depositando apresuradamente en su bolsillo una botella de verde cristal que estuvo saboreando en un rincón con evidente regusto?. ¡Que Dios bendiga vuestra alma! Cuando hayáis vivido tanto como yo y hayáis tenido trece hijos, muertos todos, menos dos, que están conmigo en este hospicio, ya veréis cómo no lo tomáis de ese modo. Pensad en lo que es ser madre y en que hay aquí un corderillo que criar, ¡ea!

Evidentemente, esta consoladora perspectiva de esperanzas maternas no surtió el efecto apetecido. La paciente movió tristemente la cabeza y tendió la mano hacia su hijo.

El médico lo depositó en sus brazos. Ella apretó ardientemente sus pálidos labios sobre la frente del niño, se pasó luego las manos sobre el rostro, miró en derredor con ojos extraviados, se estremeció, cayó de espaldas... y murió. Le frotaron el pecho, las manos y las sienes; mas la sangre se había detenido para siempre. Antes habían hablado de esperanza y de consuelos. Hacía mucho tiempo que éstos eran desconocidos para ella.

-¡Todo ha terminado, señora Thingummy! -dijo el médico, al cabo.

-¡Ah! ¡Pobrecita! Ya lo veo -murmuró la enfermera, recogiendo el tapón de la botella verde, que se había caído sobre la almohada al tiempo de inclinarse a levantar al niño- ¡Pobre mujer!

-No os molestéis en mandar por mí si el niño llora -dijo el médico, poniéndose los guantes con gran parsimonia-. Es muy probable que esté molesto. En ese caso, dadle un poco de papilla -se puso el sombrero y, deteniéndose junto a la cama, camino de la puerta, añadió-: Era guapa la muchacha... ¿De dónde vino?

-La trajeron anoche -respondió la vieja- por orden del visitador. La encontraron tendida en la calle. Debió de haber andado mucho, pues traía los zapatos destrozados; pero nadie sabe de dónde venía ni adónde iba.

Se inclinó el doctor sobre el cadáver y le alzó la mano izquierda.

-¡Lo de siempre! No hay anillo de boda. ¡Ah! ¡Buenas noches!

Se fue el médico a cenar, y la enfermera, tras haberse aplicado una vez más a la verde botella, se sentó en una silla baja delante del fuego y comenzó a vestir al infante.

¡Qué excelente ejemplo, el joven Oliver Twist, del poder de los vestidos! Liado en la colcha que hasta este momento fuera su único abrigo, lo mismo podría haber sido el hijo de un noble que el de un mendigo; difícil le hubiera sido al más soberbio desconocido asignarle su puesto adecuado en la sociedad. Mas ahora, envuelto ya en las viejas ropas de percal, amarillentas de tanto uso, quedó clasificado y rotulado, y al instante ocupó su debido lugar: era el hijo de la parroquia, el hospiciano huérfano, el galopín humilde y famélico que ha de ser abofeteado y tundido a su paso por el mundo, despreciado por todos y por nadie compadecido.

Oliver lloraba con fuerza; mas si hubiera podido saber que era un huérfano a merced de las indulgentes gracias de capilleros y limosneros, acaso hubiera llorado mucho más.