El vuelo que nos llevó el verano pasado a mí y a la mujer que me conoce bien a Barcelona fue como la seda. Si no hubiera sido porque el calor y las impertinencias arquitectónicas de Antoni Gaudí nos recordaban que estábamos en Barcelona, habríamos podido creer que no habíamos viajado. Los tranvías tenían la misma línea elegante que en nuestra ciudad, en las cafeterías proliferaban los profesionales autónomos con gafas de pasta gruesa sentados frente a portátiles y lectores de libros electrónicos, recorriendo las pantallas con el dedo índice con aire misterioso y mágico. Desde el taxi que tomamos en el aeropuerto divisamos el logotipo de una tienda de muebles que nos resultó de lo más familiar. Las pequeñas tarjetas de plástico blancas que han reemplazado a las llaves de los hoteles eran exactamente iguales a las de Wuppertal o Frankfurt, incluso las tazas de váter y los cuadros de mando del baño eran de la misma marca que los de mi casa. Por lo que pude observar, la última peculiaridad que sigue distinguiendo al sur del norte es la difusión del bidé, notablemente mayor en el sur.
Todo lo moralmente dudoso que aún había llegado a ver diez años antes, en mi última visita a la ciudad, había desaparecido: los pequeños malhechores recorriendo las callejuelas, los jubilados abandonándose a los juegos de azar en los estancos, las amas de casa prostituyéndose esporádicamente por los callejones; todo ello eliminado para no herir la sensibilidad moral del visitante. Se oía esa lengua llena de intención que se escucha en cualquier gran ciudad que se debe al turismo: en todas partes esos insistentes «You are welcome!» y «Have a nice day!». Una amabilidad que ya no lo era. Al menos no una amabilidad exuberante, lúdica, despreocupada. Ya no surgía de una hospitalidad curiosa, ingenua, a menudo ignorante de las lenguas extranjeras: estaba dirigida al trueque.
Diez años atrás, le dije a la mujer que me conoce bien mientras paseábamos por la Rambla dels Caputxins, todo esto era distinto. Un atardecer de hace diez años, me perdí por las calles de Barcelona. ¿Buscaba acaso ese convento que visitamos ayer y en cuyo portal se pueden contemplar sencillas figuras de peces y pájaros? Qué más da. De hecho, ya no me acuerdo ni siquiera de si fue en el Eixample, en Gràcia o en el Raval donde —con el mapa en la mano, reconocible a la legua como turista—, agotado y cubierto en sudor, con el desconcierto grabado en el rostro, según lo recuerdo hoy, me apoyé en la pared de una casa y al momento un señor mayor no sólo me indicó el camino que yo había estado buscando en vano, sino que, con un gesto que no admitía réplica, tras charlar un rato me invitó a su casa, que conservo en la memoria como un lugar fabuloso y en la que, añadí, no sólo me sirvieron cinco platos absolutamente deliciosos y el vino más exquisito, sino que, para terminar de redondear aquella velada, si no me engaña la memoria, me fue confiada como acompañante en mi paseo por la vida nocturna de la ciudad la hija de aquel hombre, una muchacha de veinticinco años de una belleza sin igual que me miraba con ojos curiosos apoyada con aire provocador en el quicio de la puerta.
Hoy en día algo así sería impensable, dije. Hoy todo el mundo muestra una amabilidad monótona y previsible, pero ¡uno ya no confía su hija de veinticinco años a nadie! Hoy la vanidad que impregna todas las relaciones ya no se oculta con galantería, sino que a menudo se exhibe abiertamente. Eso es lo contrario de la belleza. Lo bello, dije, es siempre superfluo. La hospitalidad de que fui objeto hace diez años era, en el fondo, totalmente superflua.
Lo superfluo es un lujo, dije a la mujer que me conoce bien mientras paseábamos arriba y abajo por la Rambla dels Caputxins. Superfluas eran las salas doradas de otro tiempo, y superfluos los salones de té en los que se mataba el tiempo, se despilfarraba el dinero y se presumía de ropajes. Todo lujo, añadí, es insensato y estúpido si se mide con la regla de cálculo. El lujo es un gesto que nos hace albergar la ilusión de que no exige ninguna contrapartida. El lujo es, por decirlo así, un gesto inesperado del que son incapaces los aduladores que se pasan el día diciendo: «¡Con mucho gusto!»
En todos los manuales de conducta de los siglos pasados se aconseja mantenerse alejado de los aduladores, por otro lado fáciles de identificar, tras cuyas palabras y maniobras se esconde el propósito de gustar y, de este modo, engañar. Quizá, en el fondo de nuestro corazón, todos somos aduladores, dije mientras paseábamos arriba y abajo por la Rambla dels Caputxins. Puede que hasta en la oferta más magnánima, en la mirada de todo enamorado, se entremezcle un rastro de vanidad, pero precisamente por eso no deberíamos mostrar nunca una amabilidad monótona y previsible.
Esa amabilidad absolutamente monótona y previsible con la que nos topamos en todas partes, insistí, es lo que nos arruina las vacaciones y, a poco que nos detengamos a pensarlo, incluso la vida cotidiana en nuestra propia ciudad. Unas semanas antes del viaje a Barcelona, en la estación de tren, me fijé en un anuncio que formaba parte de una campaña municipal. Representaba un bocadillo como el de los cómics en el que se leía, en dialecto berlinés: «¿Y tú qué miras, caraculo?», lo que pretendía ser irónico. Así pues, se suponía que, a través de folletos, pegatinas y pósters, Berlín tenía que volverse una ciudad más amable. Al cabo de unos días, un portavoz del gobierno regional afirmaba entusiasmado en un artículo que leí con estupor que Berlín iba camino de convertirse en una «ciudad de servicios». Hace mucho tiempo, añadí como colofón, que prefiero padecer ofensas, insultos, incluso actos de violencia, antes que sufrir esa amabilidad monótona y completamente previsible.
Mientras paseábamos arriba y abajo por la Rambla dels Caputxins, me vino a la memoria un episodio fugaz de mi infancia: por puro desafío y ganas de tocar las narices, una tarde me presenté en la panadería de nuestra calle y le dije a la panadera que sus panecillos eran malos (mi padre lo había dicho un día de pasada, y seguramente ni siquiera en serio, en la mesa de la cocina). Ella cruzó los brazos y, con una acritud inusitada, me dijo que me fuera inmediatamente de su establecimiento, que nadie me obligaba a comprar allí, que ni se me ocurriera volver a poner los pies en su casa, etcétera, etcétera. Yo salí de la panadería lívido como la cera. Como es fácil adivinar, mis padres tuvieron que emplear todas sus habilidades diplomáticas para reparar aquel ultraje. Pero, en el fondo, el pundonor exhibido por la panadera, tan poco propicio al negocio, no había sido sino el maravilloso reverso de la desbordante hospitalidad que me fue dispensada en Barcelona hace diez años.
Es posible que el verano pasado, en la Rambla dels Caputxins, y por motivos que no vienen al caso, exagerara aunque fuera un poquito las cosas, pero aun así tengo que reconocer que me da la impresión de que antes la hospitalidad seguía el modelo del erotismo. Tenía una naturaleza eruptiva, una exuberancia sin límites. A veces había que desnudarla entre titubeos, conquistarla, despojarla de la púdica cortesía, del ceremonial.
Lo crudo siempre es íntimo, lo permitimos únicamente en un entorno de la máxima confianza; todo abrazo no deseado ensucia. El acosador asedia con ramos de flores a la que se le resiste. En cambio, esa cordialidad planificada por los tesoreros, que uno se encuentra incluso en la gasolinera más recóndita, rebaja a todos los ciudadanos a la categoría de clientes. El cliente, por su parte, despliega ese feo espíritu reivindicativo que le hace ver la reserva de asiento que ha adquirido para el tren como un derecho humano. Ya no tolera el más mínimo error de la educadora de la guardería privada a la que lleva a su talentosa hija. Al empleado del registro civil le impone ese espíritu solemne con el que se anuncia su «ciudad de servicios». La cólera contenida está en ambos lados del frente.
El ser humano es, siempre y en todas partes, un artista del fingimiento. Una vez ha tomado conciencia del don que supone ese arte, se abandona al engaño, ya sea con delicadeza o con tosquedad. Con honor o con avidez. Con cólera justificada o con pérfida amabilidad. Con todo el elenco de sus posibilidades expresivas o escogiendo los movimientos con astucia. Con el tacto propio del seductor atento o con la ruda insistencia del perdedor.
La amabilidad que delata con vulgaridad su objetivo demuestra falta de tacto. Es grosera, a la par que engendra grosería. Cuando somos actores de casta, en cada fibra de nuestro ser, cuando la máscara es nuestra segunda naturaleza, entonces la amabilidad, por la que gustosamente nos dejamos embaucar, surge como por instinto.
El libro de los vicios. Adam Soboczynski