Dios sabe que lo busqué. Busqué a ese estúpido camello toda la puta tarde. Lo busqué en Embajadores, lo busqué por Lavapiés, por Tirso, La Corrala, San Francisco y La Latina… y a pesar de mi insistencia no encontraba el rastro ni subiéndome a Cascorro. Las ocho y media y nada. Nada. Nada salvo afrontar la tarea de irme resignando, de acomodarme con cierta dignidad a pasar el resto de la tarde, de la noche, con esa última rayita, cumplida pero sola… pero sola… pero sola…
Como sabía que el interrogante tarde o temprano caería, por ahorrar demora y ansiedad allí mismo lo arrojé: tal vez si la estirara… ¿Dos? Sí. Pero no. No sé… ¿Doos? Y aunque no era caso de tomar allí mismo en Cascorro esa decisión, a bote pronto y enojado, confundido, ofuscado por aquellas inclementes ganas de mear que conmigo se vinieron en procura del estúpido, en Cascorro mismo tomé la decisión: cañita y meada -meada y cañita- en la Bobia. Y a la Bobia tiré.
Madre que parió a la Bobia para ver llegado el bochornoso día de su derrota, ese día, ese preciso día que cerraba rendida y exhausta, derrengada, ese infausto día que cerraba por descanso. Mierda. ¿Pero de qué coños cansada andaría la Bobia? Pues eso, que me escupí el alma y apreté las piernas tomando para Tirso de Molina con una caña menos y mis ganas lacerantes y ampliadas de mear.
De camino, los escasos pensamientos que me dejaba lugar aquella angustia que llevaba por mear, aquel torticero y cansino frenesí, aún tuve la entereza de aplicarlos al asunto de la raya, que a esas alturas ya me parecía más única que holgada. Y creo que llegando a la plazuela de Matute, donde estaba el bar de Ángel, andaba ya inclinado a permitirme su derroche. Seguro que sí, siempre lo hago.
Ángel era el dueño, el bar de Ángel no tenía nombre. Algunos pensábamos que era a causa del carácter indolente del mismo Ángel, otros sostenían que dicho anonimato se debía a la impostura de ocupar el mismo hueco de la puerta toda la amplitud de su fachada, de modo que no quedaba espacio donde poner un cartelito. Se trataba de un bar tieso y afilado, escurrido todo en un pasillo angosto al que aún habían adelgazado endiñando de por medio y de corrido una barra de las de «alfondohaysitio». Y lo cierto es que lo había. Lo había para un retrete apostado en un altillo que hacía la retaguardia del local, un cajón aupado, uno solo y colectivo, pero alterno.
Y tal fue mi destino deseado. De manera que con un «holaÁngelunbotellín» me fui a él sin reparar siquiera en el letrero que rezaba: «Cuidadoconelescalóngracias» sobre el último travesaño. No hacía falta, conocía el escalón. Sin embargo reparé a tiempo en aquella voz de ángel que salía del retrete un tanto contrariada y diciendo: «¡Joder…que está ocupadoooo!»
«¿Pero quién coños anda ahí, Ángel?», pregunté a mi vez de vuelta al centro de la barra, desconsolado y sin mirar siquiera el botellín. Enseguida Ángel me sacó de dudas dilatando ceño y morro, encogiendo hombros y estirando un tanto las manos; no del todo, lo suficiente para indicarme que a él lo registraran. Ya entendí. ¿Y qué mierda hacía en el bar de Ángel una de esas afectadas de apretón inoportuno que consumen una vez y poco y nunca vuelven al local? ¡Mierda! Pues acaso sí, acaso eso.
Salí a la calle apretando piernas y apretando piernas volví a entrar. Ni miré al botellín saliendo ni lo miré al entrar. Lo ignoré una eternidad. «¡Vamos señora, vamos… que el retrete no se alquila!». Salí de nuevo. Entré de nuevo y nada. «¡Señoraaa… que en la calle falta gente! ¡Coño, que me estoy meando desde que era parvulito! ¡¿Y por qué me pasa todo a mí?!», creo que dije entonces.
Ya me daba en la nariz: la cabrona inoportuna por más de una egoísta era ―y esto es eufemismo― asaz cagona. Se veía claramente y me daba ―esto no lo es― en la nariz. «¡Joder qué prisas! ―me dijo ya saliendo con su olor―. ¡Que se está meando dice! ¡Si no bebiera tanto! ¡Para saber mear hay que saber beber, joven! ¡Pues hay que joderse con los borrachos!»
Yo no dije nada, lo juro. Ni la miré. No quedaba tiempo. Pero Dios fue justo ―aunque concedamos que de no frecuentar el local ni recordar aquel letrero que leyera antaño, justo antes de afrontar su dilatada residencia en el retrete, entraba dentro de lo probable que la jodía tropezara en el escalón que hacía el altillo― y ella tropezó en el escalón. La probabilidad estaba, cierto, pero estaba dormida, y así estuvo hasta que el buen Dios la despertó y la envió a su cita con la pava en el escalón del bar de Ángel; donde ésta, la probabilidad, acudió sumisa y legañosa a provocar aquel siniestro, aquel justiciero tropezón que arrojó a la torda egoísta de bruces contra el suelo. Asunto despachado. Sí señor, Dios es justo. Dios es justo y yo soy un cabrón, de modo que cerré la puerta del retrete sin evaluar daños ni destrozos. Eso quedaba para Ángel.
«¡Dios no sólo es justo, es más que justo, Dios no ahoga cuando aprieta!», me decía aliviado en tanto descorría la cremallera y situaba por debajo de la bicha el borde superior del calzoncillo, donde lo calcé sujeto y soportado por los mismos hermanitos, que así dejaban suelta a la referida bicha, libre ahora de presión o impedimento. Y ya al desenfundar llegó el delirio, el éxtasis, un adelanto inesperado de la esquiva felicidad. Diré tan sólo y en resumen que hubo una meada caudalosa y prolongada, deliciosa como el chaparrón de alivio que te empapa placentero cuando encuentras algo muy importante que has perdido, como un abrazo que Afrodita caprichosa burlara para ti de los que guarda para Apolo. Tal fue la virtud de la meada, tal su recompensa y longitud.
Tal y tanto que apenas promediada dejé sola a la bicha en su actuación y pasé a atender la mía. Rescaté así la papelina de un bolsillo, saqué del otro la cartera, extraje de esta la tarjeta carrefur, que pasó a quedar entre mis labios, y reintegré la cartera a su bolsillo. Abrí a continuación la papelina, la tomé en la izquierda y mis labios ofrecieron la tarjeta a la derecha; mano esta que aceptó y se aplicó ya con destreza (como cumple a su buen nombre) a poner orden en aquella muchedumbre heterogénea de granitos, a pastorearlos minuciosa y reunir su precario contenido, a reducirlo a polvo recurriendo a aplastamiento. Todo quedó listo en un momento, y con esto ya esperé a que la bicha terminara con lo suyo contemplando yo lo mío complacido, mi obra y su cosecha.
Fuera habían cesado los auxilios a la torda malhablada, ausente ya sin duda, y todo parecía en calma. Así que cumplida por mi parte la meada, calmado y aliviado, me recliné sujetando con cuidado tarjeta y papelina en una mano y encomendando la tarea de bajar la tapa del retrete allí a la otra, además de limpiar su superficie con la manga. Cumplió eficaz y presurosa aquel encargo. Todo en orden. De forma ya que reclinado deposité el caudal inmaculado en la tapa del retrete con esmero y devoción, haciendo los honores a aquella fortunita que era mía; fortuna a la que yo me disponía felizmente a derrochar. Y aún tuve presencia de ánimo para picarla un poco más, reunirla, estirarla, y tomarme al fin la libertad de extenderla en un trazado curvo y elegante. Bien, bien. Todo perfecto. Nada había mejor que un dulce banquete después de una épica meada, me decía reclinado, satisfecho, listo a merendar contemplando el escenario, cuando eché en falta algo necesario y hueco. Qué contrariedad. Allí faltaba el turulillo. ¡El turulillo! ¿..? Ummm… ¿y dónde? ¡Ah, sí! ¡Sí, en el pantalón! ¡Está en el pantalón!
De manera que me incorporé en el acto a fin de rescatarlo y ese fue mi error y perdición.
¡Dita sea que lo parió! ¡Me anide el sueño una brigada de alacranes! ¡Se me cierren las narices y no vuelva a merendar! ¡Joder, joder! ¡Mierda! ¡Mierda turulillo que obligó a incorporarme! ¡Mierda movimiento que aflojó la bicha! ¡Mierda bicha infame que guardó un chorrito! ¡Mierda del chorrito que actuó con puntería! ¡¡¡Mierda puntería que inundó mi dicha!!!
¿Y por qué me pasa todo a mí, Señor? ¡¡A mí que siempre dije que eras justo!!