Un buen día, el viejo molinero y su nieto iban camino al pueblo. Los acompañaba el asno, trotando alegremente.
Habían andado un corto trecho cuando se cruzaron con un grupo de muchachas.
-Miren eso -dijo una de ellas, riendo-. ¡Qué par de tontos! Tienen un burro y van a pie...
El viejo entonces le pidió al nieto que montara en el animal y siguieron el viaje.
Más adelante, pasaron junto a unos ancianos que discutían acaloradamente.
-¡Aquí está la prueba de que tengo razón! -dijo uno de ellos señalando al molinero y compañía-. Ya no se respeta a los mayores. ¡Miren si no a ese niño, tan cómodo sobre el burro, y el pobre viejo, camina que camina!
Entonces el molinero hizo bajar al nieto y se acomodó sobre el asno.
Al rato, se toparon con un grupo de mujeres y niños. Y escucharon un coro de protestas:
-¡¿Dónde se ha visto?!
-¡Qué viejo perezoso y egoísta!
-Él va muy cómodo, mientras al pobre niño no le dan las piernas para seguir el trote del burro...
El molinero, con santa paciencia, le dijo al chico que se acomodara detrás de él, en la grupa del animal.
Cerca del pueblo, un hombre le preguntó:
-Ese burro, ¿es suyo?
-Así es, señor.
-Pues no lo parece por la forma en que lo ha cargado. Más lógico sería que ustedes dos cargaran con él, y no él con ustedes.
-Trataremos de complacerlo -dijo el molinero.
Desmontaron ambos, ataron las patas del asno con unas cuerdas, las ensartaron con un palo y, sosteniendo el palo sobre sus hombros, siguieron camino.
La gente jamás había visto algo tan ridículo y empezó a seguirlos.
Al llegar a un puente, el ruido de la multitud asustó al animal que empezó a forcejear hasta librarse de las ataduras. Tanto hizo que rodó por el puente y cayó en el río. Cuando se repuso, nadó hasta la orilla y fue a buscar refugio en los montes cercanos.
El molinero, triste, se dio cuenta de que, en su afán por quedar bien con todos, había actuado sin el menor seso y, lo que es peor, había perdido a su querido burro.
Esopo (s. VI a.C.)
Moraleja: Por más que intentes agradar a todos, nunca lo lograrás.