Un rey muy poderoso, que un día se aburría, convocó a un derviche y le pidió que le contara una historia.
- Majestad – respondió el derviche – le contaré la historia de un rey que fue el más generoso de todos los tiempos, porque si os parecéis a él seréis ciertamente el más grande de todos los reyes vivos.
Se sintió crecer una gran tensión entre los que escuchaban este intercambio de palabras, porque nadie hablaba así al rey. Era costumbre regalarle los oídos diciéndole que ya era el más grandioso rey vivo, porque por su puesto poseía las más grandes cualidades en un grado nunca igualado.
- Cuéntame esa historia – replicó el rey, visiblemente enfadado – pero ten mucho cuidado, porque si tu historia no está a la altura de tus palabras se te cortará la cabeza por haber calumniado a tu rey.
El derviche, sin dejarse intimidar lo más mínimo, contó entonces la larga historia de un rey que sacrificó su reino e incluso su propia persona para que nunca nadie pudiera sufrir por su causa.
Después de escuchar esta historia, que le había cautivado, el rey olvidó sus amenazas y declaró:
- He aquí un excelente cuento, derviche, del que sabré sacar buen provecho. Tú no puedes sacar partido de él porque no posees nada y no tienes nada para dar. Has renunciado a todo y no esperas nada más de esta vida. Pero yo, yo soy un rey, rico y poderoso, y verás que puedo mostrarme el más generoso de todos, más de lo que jamás podrías imaginar. Sígueme y mira bien lo que voy a hacer.
El rey se fue a lo alto de una colina que podía verse desde toda la ciudad y convocó allí a sus mejores arquitectos, ordenándoles construir una inmensa edificación compuesta por una gran sala central rodeada por un muro con cuarenta ventanas. Después ordenó que se trasladara una parte importante de su tesoro al interior de este edificio. Todos los medios de transporte fueron movilizados para transportar montones de piezas de oro, lo que llevó mucho tiempo.
Una vez que todo estuvo listo, el rey hizo anunciar por todo el reino que cada día él aparecería en cada ventana con el fin de distribuir sus riquezas entre los indigentes del reino.
Rápidamente la noticia se extendió, y cada día los necesitados se presentaban alrededor de las numerosas ventanas para recibir algunas monedas de oro de las manos del soberano.
Al cabo de varios días, el rey reparó en la jugada de un hombre, claramente un derviche, que cada día venía, cogía una pieza de oro y después se iba, sin siquiera dar las gracias al rey, al contrario que los demás mendigantes.
El rey se sorprendió de ver a tal hombre venir así para coger piezas de oro. Al principio, encontró buenas razones, diciéndose que era sin duda para distribuir aquellas piezas a algunos pobres, que era una forma de caridad. Pero la sospecha fue tejiendo lentamente su red, y al final de una cuarentena de días, su paciencia al límite, el rey se irritó abiertamente de este jueguecito e interpeló al derviche:
- ¡Especie de ingrato! ¿No sabes dar las gracias por lo que hago? ¿No puedes inclinarte como los otros? Vienes día tras día a recibir una pieza de oro, ¿no podrías por lo menos sonreír como signo de agradecimiento? ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿Es que por casualidad te aprovechas de mi generosidad para hacerte rico, o para practicar la usura? ¡Tu comportamiento no es digno de un derviche! ¡Llevas ese atuendo remendado para engañarnos mejor!
En cuanto hubo pronunciado esas palabras, el derviche sacó las cuarenta piezas de oro de su bolsa y las tiró a los pies del rey:
- ¡Recupera tu oro, rey generoso! Y sabed que la generosidad no tiene sentido sin tres condiciones.
Dar sin experimentar el sentimiento de ser generoso.
Dar sin esperar nada a cambio.
Dar sin dudar nunca de nadie.
¿Sabrás tú, jamás, ser generoso?
Cuento sufí
¿Esperamos siempre algo a cambio?