El asesino con corona había agotado todos sus recursos. Había contado una última mentira, pero ni sus sirvientes le creyeron. Había lanzado una última amenaza, pero ya nadie le temía. Había querido dar un último golpe de violencia y crueldad, pero ya no tenía fuerzas.
Cuando vio su imagen reflejada en los ojos de los hombres, advirtió el daño causado en el mundo, sintió miedo y exclamó:
-Que la tierra me trague.
La tierra se abrió y lo tragó, pero él había hecho tanto mal y derramado tanta sangre, que la tierra volvió a abrirse y lo escupió.
El asesino gritó entonces:
-Que el mar me lleve.
Y las olas lo envolvieron. Pero él había llenado las profundidades con tantos huesos de hombres inocentes, que el mar no lo toleró y lo envió de vuelta a la orilla.
El asesino gritó entonces:
-Que el aire me lleve.
Y soplaron grandes vientos que lo remontaron. Pero el aire puro no soportó su peso y lo dejó caer.
Mientras caía, el asesino gritó:
-Que el fuego me dé refugio.
El mismo fuego con el cual él había arrasado hogares sintió un enorme regocijo, y las llamas se avivaron a medida que el asesino se acercaba.
-Bienvenido -aulló el fuego-. ¡Sé mi esclavo!
El asesino entendió entonces que no había esperanzas para él en la justicia de los elementos.
Henry van Dyke