En 1872, Turgeniev escribió “Aguas primaverales”. Se trata de un drama sentimental, de corte realista, cuyo argumento tiene como protagonista a Dimitri Sanin, un joven terrateniente ruso que se enamora de Gemma, una joven italiana a la que conoce en Frankfurt. Ella le corresponde y ambos deciden contraer matrimonio. A fin de obtener liquidez para hacer frente a los gastos de su nueva vida, Dimitri decide vender las propiedades que posee en su tierra natal. Le ofrece la compra a María Nicolaevna, esposa de un antiguo compañero de escuela. María, mujer fascinante y turbadora, acepta valorar la oferta, pero entretiene la resolución del negocio varios días con la intención de seducir a Dimitri durante el compás de espera.
El drama de Turgeniev fue posteriormente trasladado a la gran pantalla en una película que lleva por título “El año de las lluvias torrenciales” (“Torrents of spring”, en inglés). Es una película de finales de los años ochenta (1989); o sea, reciente, más o menos. Mi amiga Alba, sin embargo, diría que es antigua. Teniendo en cuenta que ella toma como divisoria del binomio antiguo/moderno la fecha precisa en la que vino al mundo, no le falta razón. En 1989, no había nacido aún, luego, según sus particulares parámetros, deberíamos clasificarla como vieja; revieja, casi antediluviana, para centennials y generación alfa, que son lo último de lo último por el momento. Sin embargo, si pasamos por alto los prejuicios derivados de la subjetividad cronológica, la película tiene su morbo.
Dirige la cosa, Jerzy Skolimowski. El cineasta, de origen polaco, traslada a la pantalla la novela del autor ruso recreando ambientes decimonónicos con una fotografía elegante de planos fijos que deja un cierto regusto a cine clásico. La película, digo, sigue el curso de la obra de Turguenev de una forma lineal, aunque se permite omisiones y licencias no siempre acertadas. En general, resulta correcta en sus aspectos formales, pero adolece durante buena parte del metraje de una especie de apatía autocomplaciente que lastra el curso narrativo.
A partir de la aparición de María Nicolaevna, la película despega y cobra un interés creciente porque, como ocurre en la novela, ella llega para poner del revés, patas arriba, el orden previo de las cosas. Interpreta a María la hermosa actriz alemana Nastassja Kinski, que ya nos había enamorado encarnando a Tess, la melancólica y desgraciada Tess, en la película homónima de Roman Polansky. Turgeniev nunca hubiera podido imaginar que su María Nicolaevna cobraría una vida tan de veras, fuera de la letra impresa, por obra y gracia de una actriz en la flor de su talento. Nastassja Kinski se mete en la piel, en el alma y hasta en la cadena del ADN del personaje e incendia cada plano con una interpretación que hace de la seducción una materia maleable a su antojo. Su María Nicolaevna despliega en la pantalla una voluptuosidad ligera y antojadiza que convierte los devaneos con Dimitri, cuajados de miradas frívolas y tornadizas, en un juego tóxico, deliciosamente tóxico, capaz de volver del revés cualquier certeza. Pero si María Nicolaevna se nos muestra irresistible cuando coquetea con él, resulta aún más cautivadora cuando le regala el cristal fino de sus confidencias, propiciando espacios de una intimidad furtiva en la que no caben terceros.
Hay escenas de la película que no aparecen en la obra de Turguenev. El baile en la boda de los zíngaros, por ejemplo, es una de ellas. Skolimowski introduce ese episodio como preámbulo poético al encuentro carnal entre María y Dimitri. Licencia del guion, ¿por qué no? El añadido rezuma un romanticismo exótico y funciona a mayor gloria de Natassja Kinski, convertida, ya para entonces, en la protagonista indiscutible de la película. Protagonista y objeto de deseo, vale añadir. Quien viéndola bailar, libérrima y sensual, no sienta por dentro la mordiente de la pasión es que no tiene sangre en las venas. Ni sangre ni restos de bilirrubina en las cepas de la libido.
Otra de las escenas añadidas, tiene peor encaje. Hacia el final de la película, el director nos obliga a sufrir durante cinco minutos una fantasmagoría onírica -maldita la gracia- con la que pone en juego su vena más surrealista. La secuencia es un delirio de difícil digestión que traiciona el ritmo, el aroma y el espíritu de una película concebida, hasta ese momento, como un melodrama romántico de época sin asomos de heterodoxia. Hay que pasar el trago, sin más, igual que se pasa una fiebre mala. Luego, recobrada la cordura, y, con ella, el hilo del relato, una voz en off nos informa del final de los personajes en la última escena.
El affaire entre Dimitri y María acaba mal, rematadamente mal. Y es que la pasión es una hipérbole de los deseos, y los deseos, que diría un estoico, conducen a la decepción y al hastío. María Nicolaevna muere el mismo año que seduce a Dimitri; éste, tras haber quemado las naves de su verdadero amor en brazos de quien no debía, regresa a su Rusia natal para acabar lamentando, al cabo de los años, semejante locura. Sólo Gemma Rosselli, criatura inocente y bondadosa, logra escapar al infortunio -justicia poética, supongo- y rehacer su vida en América.
En definitiva: mucho drama, aderezado con su pizquita de moralina antañona y su guinda de pesismismo. Sin embargo, las vicisitudes de los personajes no logran arañar, más que superficialmente, el corazoncito del espectador común. La cinta no alcanza, ni por asomo, la altura emocional de películas como “Orgullo y prejuicio” o “Sentido y sensibilidad”, estas sí, capaces de lograr que se enternezca, incluso, ese tío Camuñas que todos llevamos dentro. “El año de las lluvias torrenciales” vuela a cota más baja, a ras de tedio con frecuencia. Los actores, como contagiados por esa deriva, mantienen a duras penas el tipo de sus personajes tirando de oficio, excepción hecha de Natassja Kinski, que nos regala una María Nicolaevna inolvidable de puro arrebatadora. Menos mal. Aunque solo fuera por ese mérito, la película -antigua, Alba, sí, te lo concedo- merecería un visionado.
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