Para todo hay clases. También a la hora de morir, o de ser ejecutado. Como decía Viktor Frankl, siempre queda un resquicio de libertad, que es el de decidir cómo afrontar una situación, por extrema que sea. Supongo que es cierto: el último gesto de dignidad, de decencia, de superioridad moral sobre tus verdugos. La sonrisa amarga del que guarda el último cartucho para él; el gesto resignado, pero digno, de los soldados cansados que solo esperan su última cena en el Hades.
Siempre me he preguntado si nosotros, los ciudadanos de esta distopía hecha de reels, marketing y egoísmo, todavía guardamos esa antigua capacidad de morir con dignidad, con estilo, con pelotas. Si seríamos capaces de mirar al pelotón de fusilamiento a los ojos, para que recuerden que nos pudieron matar, pero no doblegarnos. Si todavía somos capaces de morir como algunos conseguían hacerlo antes, como algunas voces del pasado nos relatan.
Ese pensamiento me ha vuelto a asaltar al leer un fragmento de Forcall, esperanza hacia la libertad. Se trata de las memorias de un familiar de unos amigos míos, convenientemente transcritas y editadas. Simplemente, copio el fragmento:
Llegó la hora de la saca, pues ya se oían los pasos de los soldados, los guardianes y los cerrojos de las celdas. Al cabo de un buen rato de oír los pasos de los reclusos que iban sacando, llegaron a nuestra celda. Apareció el guardián con un papel en la mano y dos soldados en la puerta con las bayonetas puestas en sus fusiles. El guardián pronunció el nombre de Nicomedes de Vila-real. El hombre se levantó y se vistió con un buen traje. Se puso la mano en el bolsillo, nos dio un puro para cada uno y nos dijo: «Como recuerdo». Nos dio un abrazo a cada uno y salió con los brazos en alto escoltado por los dos soldados, uno por cada lado apuntándole con la bayoneta. Este compañero fue el primero que vi salir hacia la muerte. Una muerte violenta como he dicho antes. Fue el primero al que abrace una hora antes de su ejecución. El guardián volvió a cerrar la puerta y nosotros pudimos dar un largo respiro, porque supimos que había desaparecido el fantasma de la muerte. Siempre recordaré aquella serenidad de un hombre que a la fuerza se lo llevaron hacia su muerte. El total de aquella saca fue de diez compañeros.