En esta era de ruido blanco,
la calma no es paz, sino una aceptación dolorosa
de la frenética locura del día a día.
Un mundo que gira en vertiginosa desesperación,
donde el clamor es constante
y las almas buscan refugio en la indiferencia.
Me duele esta calma,
no por lo que oculta, sino por lo que revela:
una adaptación sombría a la locura de las multitudes,
a las pantallas parpadeantes que nunca duermen,
a las ciudades que gritan sin voz,
a las vidas que se despliegan en un desfile
de inmundicia disfrazada de rutina.
Esta calma no es serenidad; es resignación,
una tolerancia endurecida a la cacofonía de lo cotidiano,
a las noticias que ya no sorprenden,
a las crisis que se suceden
con la regularidad de las estaciones.
Es el dolor sordo de lo que se ha normalizado,
la tragedia convertida en estadística.
En la quietud de esta calma, escucho
el susurro desgarrador de la indiferencia,
el murmullo de un mundo que ha olvidado cómo alzarse.
Me duele esta paz impuesta,
este silencio cómplice que pesa más
que el estruendo de cualquier revolución.
¿Cómo, entonces, encontrar el alivio?
¿Cómo aprender a no acostumbrarse,
a no aceptar esta paz que no es paz,
sino una rendición ante la locura perpetua?
Me duele esta calma, porque no quiero acostumbrarme.
No deseo que mi espíritu se amolde
a la forma de este caos,
que mi corazón palpite al ritmo
de este frenesí deshumanizado.
Quiero que cada día sea un desafío al silencio,
una rebelión contra esta endemoniada calma,
un recordatorio de que, en algún lugar,
bajo la superficie de la resignación,
yace aún la posibilidad
de un mundo que pueda, una vez más,
sorprendernos.