La Federación Internacional de Frontón

Dónde saltó la chispa, no se sabe.

Los historiadores insistirían después en que no hubo chispa alguna, en que fue la cosa más bien como una clara de huevo, un viscoso reguero de conciencia que se expandió sin prisa pero sin pausa por el globo; con lentitud de clara de huevo pero con la intensidad de las cosas ciertas.

Después todo mejoró, la mayoría de las cosas se arreglaron.

 

Un día un cabo destacado en cualquier conflicto armado describió a su pelotón los pormenores de la misión de turno: ir a nosedonde a matar a nosecuantos nosequienes.

 

Y en cuanto escuchó las órdenes, el pelotón ametralló al cabo.

 

Ocurrió lo mismo, simultáneamente, en varios pelotones de distintos conflictos armados del planeta, y la noticia se extendió, rumorosamente, por canales de radios a manivela y canales de radios online, y se pegó con chicles en pequeños avioncitos de reconocimiento, y se grabó con bayonetas en cascos, orugas y fuselajes varios.

Fue una cosa residual, pero fue una cosa.

 

Al día siguiente, en cuanto los sargentos describieron a los cabos los pormenores de sus respectivas misiones, unos cuantos cabos ametrallaron a unos cuantos sargentos, y allí no hubo soldados para detenerlos.

 

Después, en cuanto los tenientes describieron a los sargentos las órdenes que les correspondía ejecutar, y toda vez que en tales órdenes aparecían palabras como disparar, matar, reventar, destruir, aniquilar, anular… un montón de tenientes fueron ametrallados por sargentos de su propio ejército, en toldillas verdes y en verdes sombrajos, bajo la atenta mirada de cabos y soldados que, muy lejos de alegrarse por lo que estaban viendo, lloraban a lágrima viva las pérdidas de sus semejantes, fumando cigarrillos sin filtro y mascando chicles de anteayer.

 

Las misiones iban quedando sin hacer, pero tampoco era grave: allá donde tenían que desarrollarse tampoco estaba presentándose demasiados nosequienes asesinables, y las poblaciones mantenían felices sus suministros de agua y alimento, a sus hijas y madres sin violar, y a sus hijos, maridos y hermanos vivos, con sus miradas agudas o bobaliconas de siempre, y los cojones y las cabezas en su sitio, libres del engorro de la sangre, el vómito, el semen de desconocido, y el escupitajo.

 

Una mañana, un soldado culto, muy muy leído, con amplio dominio de las lenguas terrestres y extraordinaria agudeza visual, alcanzó a leer, grabado a bayoneta en la panza de un caza “enemigo”, un mensaje idéntico al que esa misma mañana había grabado con su bayoneta en la panza de uno de sus cazas: “dispara contra el que te ordene disparar”, junto al anagrama de la Federación Internacional de Frontón.

El soldado escribió el mensaje en su camiseta en el idioma que tocara, lo ató a su fusil, y salió caminando de su trinchera hacia la enemiga despojándose de casco, chaleco, calcetines, granadas, ligueros, embudos craneales y demás pertrechos.

Antes de llegar allí en pelota picada, los del otro lado ya habían ametrallado a su oficial y salido a entregárselo, en pelota picada pero con burka.

Se hizo un intercambio allí mismo, un primoroso cruce de oficiales mandamatones ametrallaos empezó a darse en diversos frentes de diversos conflictos armados del planeta.

Soldados en pelota picada fumadores de cigarrillos sin filtro entregaban oficiales mandamatones ametrallaos y cigarrillos sin filtro a soldados en pelota picada pero con burka fumadores de filtros sin cigarrillo, a cambio de filtros para cigarrillos y oficiales mandamatones ametrallaos.

 

Lo que vino a continuación se rigió por la más evidente de las lógicas, porque no es lo mismo mandar a desconocidos a matar a desconocidos desde la tranquila calma del búnker o el cuartel, a mil kilómetros de todo lo remotamente parecido a una bala, que plantearse de golpe la posibilidad real de que lo maten a uno; así que a medida que se fueron enterando, los tenientes empezaron a ametrallar a todo capitán al que se le pasara por la cabeza el dar la orden de matar, aunque fuera a un armadillo con burka, y ni a sargentos ni a cabos ni a soldados se les pasó por la cabeza el impedírselo o reprochárselo en modo alguno, salvo en aquellos casos en que el ametrallamiento no observara las más evidentes normas de la decencia.

 

Los capitanes les dieron lo suyo a los comandantes mandamatones, aunque omitieron lo de despelotarse por quien sabe qué extraña fijación evolutiva.

Los comandantes a los tenientes coroneles mandamatones.

Los tenientes coroneles a los coroneles mandamatones.

Los coroneles a los generales mandamatones.

Los generales a los tenientes generales mandamatones.

Y así, así todo el tiempo.

 

El capitán general de todos los ejércitos de cualquier lao, o de todos los laos a la vez, estaba en su despacho e iba a empezar a hablar, cuando notó que algunos de los pocos generales que quedaban se ponían tensos, y empezaban a mirarlo con cierta inquina, y comprobaban con disimulo si los escoltas de la sala llevaban encima sus metralletas; así que hizo mutis por el foro no sin antes pedirle la metralleta al primer soldado que se encontraron sus ojos.

Se dirigió a los despachos de los farmacéuticos mandamatones, petrolíferos mandamatones, diamanteros mandamatones, banqueros mandamatones, papas y ayatollahs mandamatones, fabricantes de pistolas, portaviones y aviones…, a los despachos de sus jefes en general, y les preguntó “¿Qué?”.

 

           Y ellos le contestaron

 

-       ¿No podríamos hablarlo?

 

Les dijo que no, los ametralló, y se ametralló a sí mismo, por primera vez en su puñetera vida a la altura de la dignidad de su cargo, hasta que el dolor y la muerte le impidieron seguir haciéndolo.

 

En algunos lugares se ametralló parlamentos enteros, cuando la declaración de guerra era aprobada por unanimidad: ni un mandamatón podía quedar vivo.

Con los restos de los mandamatones, que tras el ametrallamiento habían pasado a pesar, de media, 30 o cuarenta kilos más que antes del ametrallamiento, se fabricaron balas gigantescas que se fueron colocando en la entrada de todos los órganos de gobierno del mundo, con la idea de que se lo pensaran seis veces antes de enviar a nadie a matar a nadie.

Después todo mejoró, la mayoría de las cosas se arreglaron.

Todo el que no estuviera de acuerdo con otro empezó a estar obligado a hablarlo con él hasta conseguir el acuerdo, y las guerras dejaron de tener gracia, porque en ellas sólo moría el primer retrasado mental al que se le ocurriera ordenarla.