Todo el mundo parece haberse hecho a la idea de que no habrá nada que pueda detener al gobierno de Israel en su marcha hacia el abismo, adonde arrastra a miles de palestinos inocentes sin vínculo conocido con el terrorismo islámico. Todo ello remite a un estado de agitación tal que sitúa a Occidente, una vez más, en contradicción consigo mismo, porque, si bien por una parte se alza como el gran abanderado de la defensa de los derechos humanos, martillando por el camino a los que considera sus enemigos “naturales”, por otra se dedica a violarlos sistemáticamente con el fin, pensarán, de imponer (preservar, en este caso) un bien que estiman mayor: la democracia.
Admitamos, por un momento, que merece la pena dar la batalla por la democracia frente a todo integrismo que pretenda asentar un Estado fundamentalista. Sin duda, nos parece lo más justo. ¿Pero los israelíes no están jugando a las muñecas rusas al encubrir un objetivo étnico-religioso dentro de otro de índole político-militar? Tel Aviv dice atacar objetivos militares de Hamás cuando, en realidad, no hace más que diezmar a la población de la maltrecha Franja de Gaza (en el lapso de unos meses ya se cuenta con un número de muertos aproximado al de caídos en Ucrania en más de un año), que, además, está abocada a aguantar la presión de colonos y fanáticos sionistas. La Unión Europea, a pesar del evidente doble rasero que aplica en las relaciones internacionales, apoya a Israel; y adopta esa posición porque Alemania (Estados Unidos) manda, recordándonos machaconamente (en alemán) que siguen en deuda humanitaria con los judíos por el Holocausto. Pero una cosa es reconocer el daño infligido a los judíos por la Alemania nazi (y por el mundo romano-cristiano en su conjunto: desde la destrucción del segundo templo, pasando por su expulsión de Inglaterra y España, al Asunto Dreyfus o los pogromos rusos) y otra bien distinta apoyar a sus hijos, nietos y bisnietos en su particular persecución de los pueblos que habitan Palestina desde antiguo. Estamos cansados del chantaje que apela precisamente al corazón para distraer nuestra atención de lo verdaderamente importante: que debemos callar en el foro cuando un israelí o proisraelí vocifera; que debemos callar en el foro si éste está financiado por un fondo sionista, y que debemos callar en el foro cuando un israelí mata a palestinos amparándose en un supuesto derecho histórico.
Creo en el valor intrínseco que portaba originalmente la creación del Estado de Israel, pero ahora no puedo sino adoptar una postura crítica frente a lo que ha devenido el proyecto barruntado por Theodor Herzl: una máquina pilotada por políticos irresponsables y consentidos, apoyados por una legión de fanáticos, que no admiten un ápice de disensión frente a lo que consideran la esencia del judaísmo político, esto es, el establecimiento de un espacio público seguro para el pueblo elegido de Dios, aun a costa de convertirse en los sanguinarios perseguidores que informan su historia.