Todo empezó cuando sonó el despertador. A las 8 de la mañana, un martes cualquiera. Mi esposa se levantó y yo, como siempre, seguía pegado todavía un poco más a las sábanas. Pero algo había pasado, lo sentí perfectamente. Fui a ponerme de pie y me derrumbé en el suelo. Menos mal que caí hacia delante y no hacia la mesilla con esas duras esquinas que tanto odiaba. Mi mujer angustiada me preguntó que ocurría, yo tenía la certeza que estaba sufriendo un ictus: medio cuerpo totalmente inutilizado y emitiendo gruñidos en vez de poder explicarme.