Nos queríamos. Éramos dos promesas y diez dedos que encajaban a la perfección hasta que, después de tres maravillosos años, apareció el Erasmus. Ese maldito Erasmus que tantas relaciones ha roto pero que pensaba, incrédula, que a la mía ni la rozaría. Pero no solo la rozó; la hizo pedazos. Todo fue muy rápido, y también muy lento. Eso que parecía invencible, rompió filas y al poco tiempo se atrincheró en una niebla que no dejaba ver nada excepto muchos silencios y la sospecha de que algo no iba bien.