Modesto, afable y generoso como pocos, Antoni Vila Casas agitaba de un lado a otro la cabeza, como si quisiera quitarle importancia, cuando se le preguntaba por su condición de último gran mecenas del arte catalán, un título que el empresario farmacéutico y coleccionista se había ganado a pulso, a fuerza de empeño e ilusión.