Era una tarde desierta como un archivo, anquilosada bajo el cielo pálido y polvoriento, desteñido por el ansia de la lluvia: era una de esas tardes desvaídas que parecen anestesias.
De una casa enorme, afianzada sobre la pendiente de la ladera con aplomo de piedras viejas, salió una mujer y se encaminó montaña arriba. Caminaba sin prisa, pero con firmeza, como si quisiera asegurarse a cada paso de que el suelo tendría suficiente consistencia para soportar su peso. En cuanto llegó a la primera curva del sendero, pocos metros más arriba de la casa, miró atrás un instante y esbozó un gesto de despedida que enseguida justificó ajustándose las gafas al puente de la nariz.
La mujer tomó aire y siguió adelante. Llevaba en el rostro las cicatrices de sus dudas como quien lleva una medalla al cuello. Le molestaba jadear cada vez que el camino se empinaba, y no por el esfuerzo, sino por la excesiva consciencia de sí misma que esto suponía. Quería disolverse en la montaña, confundirse con los brezos y los cardos, con la pobre vegetación que se extenuaba en busca de sustento en las grietas de las rocas casi desnudas. Como ella misma.
Todo su cuerpo parecía liviano y transparente, como una gasa que flameara al viento prendida únicamente a unos talones de plomo. Todo en ella era ligereza, o inconsistencia, pero aún así la montaña se resistía a su paso negándose a ser conquistada sin esfuerzo.
Había hecho aquel mismo camino decenas de veces, pero cada vez que una curva o una peña estorbaban la visión del horizonte, la mujer se apresuraba para llegar cuanto antes a aquella meta temporal y volver a tener delante suyo la cima de la montaña. No quería perder de vista aquel escarpe ni un momento. Quería contemplarlo como se mira a un amante desleal, o como se mira a un enemigo que sabemos que guarda un puñal en el bolsillo, aunque no lo haya sacado todavía y de momento nos sonría tratando de inducirnos a que nos confiemos.
Todos los árboles le eran familiares. Todas las señales, infructuosas, que habían trazado varios grupos de senderismo para convertir aquella vereda en ruta turística. Todos los matojos. Todas las huellas de sus propios pasos en el atajo que sólo ella tomaba. Todo lo era demasiado familiar, y a la vez demasiado doloroso de tamizar a través del pensamiento o el recuerdo, como la escayola que hemos llevado tres meses después de un accidente.
Siguió avanzando durante una larga hora, bajo el peso del sol y del cansancio, impulsada sólo por la fuerza de una decisión que ni ella misma conocía.
Se detuvo un momento para coger aire, ya muy cerca de la cima, y pensó, contra su voluntad, si no sería mejor regresar; aún estaba a tiempo.
Pero no había subido allí para pensar. No podía seguir pensando o sería todo inútil. Tenía que limitarse a avanzar, a seguir caminando. Esta vez tenía que conseguirlo. Llegar a lo alto de la montaña. Tenía que conseguirlo. No podía permitirse añadir aquel fracaso a todos los anteriores, como capas de un hojaldre amargo, listo para ser saboreado en cualquier solitaria noche de invierno. Algo tan simple no podía ser como todo lo demás.
Pero nada es simple. La existencia se complica en infinitas ramificaciones, gritando todas, una por una, que cada oportunidad es la última, que un momento después será tarde. Crees que no, pero es cierto: no hay marcha atrás. Sólo se puede avanzar: en la existencia y en la montaña. Sólo avanzar. El barco que pasa se toma o se deja; hay quien dice que hay ocasiones que son como líneas regulares, regresando cada cierto tiempo, pero es mejor desconfiar de las oportunidades que son líneas regulares. Es mejor no fiarse de que mañana volverán y cogerlas cuando pasan. Mañana siempre es tarde para empezar, o para acabar, o para reanudar algo. Mañana siempre es tarde.
Siguió caminando hasta que la cuesta se suavizó de pronto y ante ella quedó sólo una pequeña meseta. Por encima de sus ojos no había nada más que el cielo. Estaba en la cumbre.
A su pies podía contemplar el pueblo, con el pequeño río que tan grande e infranqueable le pareciese en la niñez, y que tan pequeño e infranqueable le parecía ahora. Y las casas, con sus tejados negros, desperdigadas por las lomas como si se hubiesen caído del bolsillo de un coloso negligente, y un rebaño de diminutas hormigas blancas que serían sin duda las ovejas de Genaro, y el cerrado ejército de lanzas verdes de la alameda, y la retorcida cinta negra de la carretera, que aparecía desde la altura maquillada de baches y desconchones. El mundo entero era otro desde allí: todo parecía abarcable y recién salido del molde, listo para una exposición o una sesión de fotografía. La distancia cura hasta los paisajes.
La mujer avanzó lentamente por la meseta hasta el borde, y se sentó en una cornisa de roca peligrosamente inestable, con los pies en el vacío, convirtiendo aquella soberbia roca en el más soberbio trono que pudiera imaginar. Se sentó simplemente a esperar el momento, reina de sí misma por una vez, dispuesta a prolongar par siempre su dominio, a sustraerse de las opiniones y los imperativos ajenos.
Sus ojos brillaban con distinta luz al enfrentase a las nubes, al hacerlas suyas en su iris azulado. No había subido hasta allí elevada por sus piernas, por sus flojas energías; era el amor, la ilusión, la esperanza en un mañana mejor la que la había alzado por encima del suelo, del pedregoso espacio cotidiano de frustraciones y desolación. Aquella era la última vez que iba a ver el pueblo como siempre lo viera. De un modo u otro, todo sería distinto después de aquella tarde. Había subido a presentarse y a despedirse, a mostrarse en su verdadera realidad, a retirar el velo de los condicionantes para ver con otros ojos aquel pequeño rincón del mundo y verse a sí misma hasta comprobar si el hilo de su vida pertenecía o no a aquel tapiz.
Para renacer hay que saber sepultarse o sobrevolar la realidad. Ella estaba tan ahíta ya de barro que eligió el camino de las alturas, de los pájaros que no conocen fronteras, del afecto universal por el mundo y sus criaturas. Del afecto o del absoluto menosprecio a lo ajeno. Tanto daba. Quería ser al fin ella misma y sólo eso.
Para encontrar la verdad hay que desprenderse a veces de todas las costras de conveniencia que han ido acumulándose sobre el cuerpo y sobre el ánimo lo largo de los años. De las cobardías. De las apariencias. De las mentiras que se cuentan a los demás y sobre todo de las mentiras que se cuentan a solas. Sobre todo de esas. Es importante dejar de mentir a solas.
Estaba decidida. Era el momento. Cerró los ojos para contemplar sólo su propio paisaje.
Arrojó primero los zapatos, que rebotaron sin ruido en la espalda de la montaña hasta perderse en el vacío.
No quería más pasos viejos ni más pasos repetidos. No quería más aquellos zapatos que tantas veces la habían extraviado por caminos que otros habían elegido en su lugar.
Luego lanzó también el sombrero, y hasta las gafas, porque allí la vista era el menos importante de los sentidos. Todo lo que necesitaba ver estaba dentro y para eso no necesitaba las gafas.
Una tenue brisa salió de entre las nubes para incitarla a seguir. Ella sonrió y se sacó el jersey por la cabeza, y lo vio luego volar en compañía de los pájaros, como un ave más que celebrara la recuperación de su libertad perdida. Se desabrochó el vestido y siguió con el resto de su ropa hasta quedarse completamente desnuda.
Luego se puso en pie ofreciendo su cuerpo al cielo, arrojó por el abismo todas sus prendas y se contempló en el espejo del vacío. Vio entonces que era hermosa y emprendió, desnuda y descalza, el camino de regreso al pueblo.
Llegó con la piel enrojecida por el sol y los pies desollados por la aspereza del camino, pero no era en sus pies donde sus vecinos clavaban la vista. Ella recogió con avidez sus extrañezas, una a una, y supo que, después de aquello, encontraría al fin las fuerzas que siempre le habían faltado para marcharse del pueblo en busca de una nueva existencia.