La asistenta social, de las dos que había en su zona, estaba cansada, y ya lo único que pedía es que al menos le dejaran hacer su trabajo. No se podían poner más pequeñas zancadillas a algo que, en teoría, se consideraba uno de los grandes avances de la sociedad moderna. El cuidado de nuestros dependientes. Cogió aire en el último escalón y llamó al timbre del primero b.
Alba no sabía muy bien cómo encarar el problema porque dependía del estado de ánimo que tuviera ese día Julián. El anciano le había dejado entrar un poco regañadientes y le había ofrecido un café, antes había insistido en que dejara el paraguas en el paraguero de la entrada, mirando por la ventana cómo caía el agua en la calle. Alba lo había dejado en el sitio indicado con una media sonrisa en la cara.
Julián tenía ochenta y ocho años, su mujer había fallecido el año pasado de un ataque al corazón. Ahora vivía solo. Sus hijos estaban en el extranjero, la hija en Glasgow y su hijo en Buenos Aires, las llamadas no eran suficientes. Nada era suficiente para calmar la sensación de pérdida que algunas veces le venía a la cabeza como olas en un mar de olvido.
El anciano tenía demencia senil y la memoria era un batiburrillo de recuerdos del pasado, fantasías inventadas y afirmaciones contundentes de cosas que ni habían sucedido ni podrían suceder. Así y todo, Alba había conseguido de su médica de familia que cooperase solicitando para él que se le pasara el Mini-Mental. Pensaba en la tozudez de la doctora indicando que esos problemas mentales son normales con la edad y que no se podía hacer nada médicamente hablando. “Asistencia Social”, repetía Alba lentamente para que la doctora entendiera que su trabajo tiene otros mecanismos con los que construir una vida un poco mejor para todas esas personas dependientes.
Julián insistía en que se encontraba muy bien y que como sabía que vendría hoy, su mujer le había planchado la camisa de los domingos. Había días en los que hacerle ver que su mujer había fallecido era complicado. Otros días tenía un humor de perros sin motivo aparente. Cambiante como el viento en otoño.
Alba le preguntó qué había pasado esta vez con la chica que venía los martes y los jueves. Julián no acababa de entender a quién o a qué se refería y se la quedó mirando como si le hubiera preguntado por la fórmula detallada de la órbita de Marte. Julián había sido profesor de Matemáticas toda su vida en varios institutos de la comarca. En uno de ellos conoció a una simpática profesora de Historia llamada Juana, se casaron, tuvieron dos hijos y cuando estos se marcharon del país en busca de un futuro mejor, vendieron su casa y se compraron este pisito más cómodo, sin escaleras interiores y con ascensor en el edificio. Más fácil de cuidar, le decía ella a él. Nos sobra la mitad, le decía él a ella.
-Ayer vino mi vecina la pintora, la de aquí al lado... me trajo comida –dijo Julián intentando parecer cortés.
Alba no sabía cómo alegrarse de que algunos vecinos fueran tan generosos con Julián, sobre todo con sus repentinos cambios de humor que le daban un punto de inestabilidad social tan grande o con sus lagunas de memoria. Un día la llamaron porque había salido en calzoncillos al rellano y se había pasado media mañana abriendo y cerrando su buzón. Como si al cerrarlo tuviera que aparecer mágicamente algún envío, sólo le hubiera faltado hacer un pase mágico y susurrar alguna palabra de prestidigitador. Ese día, pillo un resfriado que le tuvo en cama dos semanas.
-Julián, las cuidadoras que vienen a tu casa están para ayudarte... Loli, Isabel, Sarabi, Alika...
-No me hace falta –gruñó mirando a los lados como un león enjaulado.
-Bueno, pues Manolo, el que viene a los masajes... ¿ese tampoco?
-Manolo... ¿Manolo qué?
-Manuel Sanabria, Manolo, ese hombretón alto y fuerte que te da los masajes en las piernas... El que lleva barba...
-Manolo, sí, pero es del Recreativo Lopiero...
Una sonrisa involuntaria se le escapó a la asistenta. Julián se giró a mirar por la ventana, el agua y el viento movían los escualidos arbolitos del parquecito. Alba le dijo que el próximo día vendría con la cuidadora nueva para presentársela. Julián insistió en que ellos dos se cuidaban solos. Alba sabía que no podría obligarlo a nada, sus hijos se habían negado a solicitar el ingreso en alguna residencia estatal porque sospechaban que su deterioro aumentaría a pasos agigantados. Quizás no les faltara razón. Quizás.
Llamaron al timbre y Julián con buen paso se acercó a la puerta, miró por la mirilla y abrió la puerta de par en par. María, la vecina del tercero, con un paquete bajo el brazo. Julián la hizo pasar y Alba y María se presentaron, no habían tenido ocasión de coincidir hasta ahora. Alba sabía de María de oídas, lo mismo que María de Alba.
-Julián, ya me ha llegado el reloj que encargué para usted.
-Ah, bien, bien... -dijo el anciano bajando luego el tono de voz-, igual no debería verlo la sargento...
Las dos mujeres se miraron con una media sonrisa en la cara.
En el paquete había un reloj de pared, donde en lugar de cada número horario había un símbolo matemático. Sumatorio, Pi, Número E, infinito, símbolo de la raiz cuadrada, integral... así hasta doce símbolos situados alrededor de las manecillas. Julián se lo quedó mirando. Lo cogió y quitó un cuadrito de una marina insulsa que colgaba de una pared y en la misma escarpia puso el reloj. Las agujas no se movían ya que no tenía pilas puestas. Alba iba a decir precisamente eso cuando María con un gesto le dijo que no.
Julián se quedó mirando el reloj.
-Hace muchos años, Juana y yo repetíamos un poemita de Leopoldo Castilla, yo decía una línea y ella la siguiente...
“Tomemos una cifra imaginaria
cero
y un hombre imaginario
uno
el cero no existe
pero él cree que sí
el dos se queda siempre
en
uno
el uno existe
pero nadie le cree.”
María interrumpió el momento dejándole en la cocina dos táper con comida. Alba le recordó que vendría el próximo día con la nueva cuidadora. Salieron cerrando lentamente la puerta de salida del apartamento, dejando a Julián mirando el reloj de las manecillas inmóviles.
-Teorema del solitario –dijo en un susurro Julián.