Sujétame el cubata

El otro día, aquí... www.meneame.net/m/Artículos/para-escribir-bien bromeaba con @Feindesland sobre reglas y maneras de escribir; en el hilo de mensajes se puede ver la coña al respecto y le decía, en plan "sujétame el cubata" que todo se puede intentar y como los experimentos siempre me han gustado pues... ya tengo una estructura simple, un final concreto, y no, noventa páginas no creo que haga... Este es el arranque de esa broma, ese reto o lo que sea. En el hilo de mensajes se incluía este arranque totalmente improvisado:

"Sé que soy un hijodeputa, sí, un hijodeputa con todas las letras seguidas. Y ahora que me muero, os voy a contar los últimos diez años de mi vida, de la vida de un malnacido como yo. Ya os anticipo que voy a grabar esto en los noventa minutos que dure la puta cinta cassette y puede que el final quede cortado, porque se me ha acabado la cinta, pero os jodéis, que para eso estáis aquí escuchando mi historia."

He pensado que lo mejor sería poder criticar lo que hay y que se pueda opinar sobre cómo un arranque no pensado, impulsivo, sin reflexión ninguna podría servir para tirar adelante una historia. Iré poniendo el relato por entregas. Obviamente no lo tengo escrito entero, que la cosa surgió el lunes 2 de noviembre, sin presiones. No ha pasado por mucho filtro ni corrección como es más que obvio. Espero críticas, porque posiblemente sólo sea un "sujétame el cubata" de manual. ;-)

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Sé que soy un hijodeputa, sí, un hijodeputa con todas las letras seguidas. Y ahora que me muero, os voy a contar los últimos diez años de mi vida, de la vida de un malnacido como yo. Ya os anticipo que voy a grabar esto en los noventa minutos que dure la puta cinta cassette y puede que el final quede cortado, porque se me ha acabado la cinta, pero os jodéis, que para eso estáis aquí escuchando mi historia.

Me llamo, bueno, a quién le importa cómo me llamo, ni mi madre se acordará de este hijo, el quinto de siete. Siempre fui el quinto, ni puñetera idea de por qué me llamaba así y no por mi nombre de pila. Sé que estoy bautizado porque en aquellos años o te bautizabas o el cura no te traía comida a casa los sábados. Mi madre sabía que los sábados, a la hora que venía el de la sotana, estábamos todos en la calle llenos de mocos, de ropa embarrada y con golpes y pedradas que tapábamos como se nos ocurría. Un día, Guillermo dijo que para las heridas de la rodillla había que mearse en la herida y el muy cabrón me convenció para echarme una meada completa en el despelleje de la pierna. Cuando terminó todos se rieron de mi estupidez y empezaron a tirarme piedras por capullo. Todavía tengo la marca en la cabeza de una de las pedradas que casi me la abre en dos. En la calle pasábamos la mayor parte del tiempo. Haciendo de todo y nada.

 El caso es que hace diez años cometí tres errores, dos con nombre de mujer. El primero: Ana. Sí, esa cabrona sí tiene nombre. El segundo: Tener la genial idea de montar un sistema para lavar dinero de la droga usando empresas de reformas, peluquerías y varias licencias de taxis. El tercero: Inés.

Ana era una mujer despampanantemente pobretona pero con un olfato para la pasta que ríete de los banqueros. En cuanto la conocí la nombré secretaria sin título, lo típico, le puse un buen sueldo y empezamos con el lío de cinco a siete los martes, jueves y viernes en el Hostal Benancio. Bueno, y algunos sábados también. Hasta que un día, la muy cabrona, desapareció. Así que volví a aparentar ser una buena persona con mi novia Inés, “Inés delalmamía”. Con ella me convertía en el gilipollas más falso que pudiera existir. Inés hablaba idiomas, dos títulos importantes de alguna de esas universidades de curas, mujer decente hasta el aburrimiento y muy creyente. Lo tenía todo, tenía hasta mucho dinero. Ella, como buena sierva de Dios, quería salvarme de las garras de la injusticia que había vivido, eso decía. Mantenía que nuestro amor era lo más importante de su vida. Ella sabía que hacía algo grande. Menuda estúpida, pudiendo casarse con el hijo de la sucursal del banco de su barrio de alcurnia, o con aquel tenista de moda... O incluso con su primo, el de los tres apellidos seguidos. Luego contaré cómo nos conocimos, cuando tenga ganas de reirme.   

Con Ana, era otra cosa muy diferente, tan diferente que no se parecía en nada. Eso sí, de vez en cuando tenía que decirle que la quería, cosas de secretarias sin título. Un juego de falsedades y dobles mentiras que ambos jugábamos para ver quién actuaba mejor, para comprobar quién era el mejor mentiroso.

Inés en realidad me importaba tanto que sólo veía en ella su dinero y sus contactos, y más de una vez quise quitármela de encima, pensé en matarla despeñando su coche por un risco, envenenarla o cualquier mierda de esas que se ven en las películas, tampoco es que tuviera muchas luces para montar un lío de esos y quedar como inocente. También podía dejarla vivir y abandonarla, pero no... quería joderla en todos los sentidos. Me aburría su decencia recatada, su correción, su educación, sus títulos de los cojones. Inés era tan predecible como infantil. En uno de mis intentos de matarla fui a una tienducha a comprar matarratas. Una de esas droguerías perdidas en mitad de ninguna parte en el extrarradio, esos barrios que conocía tan bien y de los que había intentado huir de chaval y a los que siempre volvía por alguna mierda. O quizás, en el fondo, echaba de menos todo eso.

Antes de entrar en la droguería un flamante coche que no encajaba con la miseria del entorno, se acercó a la acera, pitó y bajó la ventanilla. Enrique Sanabria.

A Enrique lo conocí años antes, cuando me dedicaba al negocio de las fracturas... Ya sabes, piernas, brazos, esas cosas que hay que hacer para que la gente entre en razón. Me encargó piernas y brazos de nomeacuerdoquién, porque ni me importaba, ni me importa. Cumplí, me pagó y nos fuimos de putas. Lo típico.

Ese cabrón era heredero de una de las fortunas de la droga que comenzó con su abuelo. Luego, Ernesto inventó lo de crear empresas que existían sólo en documentos y lo de comprar empresas en quiebra para mover dinero de la droga. Llegó a concejal del ayuntamiento, el muy hijodeputa. Éramos dos hijodeputas, uno pobre y otro rico. Era listo el jodío, en sus empresas tapadera siempre tenía gente legalmente contratada y todos con traje, dicen que los compraba al por mayor a una empresa gallega. Los trajes, los empleados eran de medio país y todos sabían a lo que venían y todos callaban esperando nadar en el barro alguna vez y con suerte.

Siempre he pensado que él era la imagen duplicada de mí pero con pasta y de familia bien. Enrique era de esos que cuando duerme gana mucha pasta y cuando se levanta a las cuatro de la mañana de coca hasta el culo toma decisiones que igual le dan dinero o no, según el día o la dosis.

Aquel día, no entré en la droguería y tampoco compré matarratas; me subí a su coche y me contó que estaba montando otro negocio y que había sido algo de la providencia divina, o alguna mierda parecida, que nos hubiéramos encontrado. Le dije que sí, sin saber de qué se trataba la cosa. Como él, tomaba decisiones que a lo mejor me daban dinero o a lo mejor no, según el día o la cantidad de coñac que llevara encima.

Unos rusos le habían encargado piscinas y jacuzzis con mujeres. O sea, había que montar las piscinas y las bañeritas con chorritos con putas incluidas, por si acaso no queda claro. Había que entregar el equipamiento con garantías, las piscinas de calidad, las bañeras de ricos con certificado y las putas con pedigrí. Negocio redondo para él y para mí igual era cuadrado pero ya se vería.

Nos fuimos a uno de los clubes de los que era socio Enrique y me explicó con muy pocos detalles, el muy cabrón, lo que había que hacer. Ya le había dicho que sí en el coche así que pedí un coñac mientras pensaba que no iba a matar a mi novia porque esta señal era muy clara, una tan clara que mientras me explicaba lo que había que hacer con lo de las piscinas y toda la martingala, me imaginaba mandando a la mierda a Inés sin matarla antes.

Como notó que me despistaba, me preguntó si Inés seguía teniendo contactos con un constructor legal e importante de la ciudad. No tenía ni idea y le expliqué que estaba pensando darle la patada a doña mojigata. Ernesto no dijo nada y terminó su copazo de algo inglés muy caro. Hizo señas al camarero para que le anotaran en su cuenta los gastos y se marchó. Ni despedida ni hostias.

Como pagaba él pedí otro copazo de coñac para coger fuerzas y decirle a Inés que la cosa se había acabado y tres más para pensar cómo decírselo. Y claro, unos cuantos más para celebrar que no había comprado matarratas y que no me la iba a cargar. Como estaba de celebración, antes de darle la patada a la mojigata, fui a echar un polvo con la secretaria sin título. Ese mismo día, Ana desapareció sin dejar rastro.

(Continuará...)