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Acabo de darme cuenta de que al cabrón de Ernesto le llamo también Enrique, cosas de la pajarera. Lo mismo que me pasa cuando confundo el tomillo con el romero. Tengo el olor correcto en la cabeza pero nunca acierto el nombre y siempre digo romero cuando es tomillo y al revés. Tampoco es que cocine mucho. Huevos fritos. Pues lo mismo me pasa con mi socio Ernesto Salazar Espinosa, que le cambio el nombre. Sólo he conocido a un Enrique en mi vida y era del barrio. Atracaba gasolineras pisando tabla, a todo gas. Levantaba coches, sacaba la pasta que podía a punta de pistola y se largaba quemando rueda. Empezó con 15 años y a los 17 se estampó contra un surtidor de gasolina, menudo cabrón, qué bueno era huyendo de los maderos a toda hostia. Menos ese día. El incendio fue tan bestia que no quedó ni la colilla de un cigarro, hijodeputa, tuvieron que hacer un entierro simbólico, dicen que llevaron una caja de puros al cementerio. Bueno, pues Enrique “14.30” no se parecía en nada a Ernesto. Así que no sé por qué le cambio el nombre. Me voy a apuntar aquí en un papel Ernesto. Ernesto. Ernesto. Listo. A ver si no la lío más.
Hablando de líos, dónde estaba. Ah, sí. Los líos me buscaban y yo no les decía que no, mientras más quebraderos de cabeza, mejor, lo que pasaba es que todo tenía un límite. Mientras me metía de todo por la nariz y lo del Levante se iba enturbiando, me iban saliendo las complicaciones por las orejas mientras apretaba los dientes. Eso me ponía. Las complicaciones de curro, porque a medida que pasaban los meses la tenía más blanda que un pitraco y no rendía en las camas, que eran dos y bien hambrientas.
Un año entero seleccionando complementos y montando piscinas siguiendo el modelo ruso que tan buen resultado parecía haber dado. Ese año se me pasó volando o en una nube, ya no sé. Pero es que también comenzaron las obras del “complejo de ocio”, como lo llamaba el italiano; a mí me parecía un mausoleo del mal gusto. Mil metros cuadrados de ladrillo, columnas rarísimas, suelo de mármol, dibujos en el techo. Frescos los llamaba Carlo, unos pintarrajos de mujeres y hombres desnudos haciendo el tonto en el campo. Decoración estilo Pompeya, le llamaba, menudo pirao. El arquitecto que había traído de Italia estaba todo el día borracho, hubo que buscar uno de aquí que aprobara los planos y que dio la casualidad que también era de la cuerda del roncola sin hielo para desayunar. Había hasta paredes que terminaban al final de una escalera que no daba a ninguna parte. Bueno, y lo del ayuntamiento aprobando los planos de la parejita roncola fue también de traca levantina. De eso se encargó Ernesto, que tenía fotos del funcionario en cuestión con cuatro negros mandinga cuando todo el mundo sabe que sólo tenemos tres agujeros. Hombre casado y de bien. Menudo cabrón. Aprobó los planos el mismo día. Pidió una excedencia y nunca más se le vio el pelo. Enrique, coño, Ernesto me dijo que no volvería más al ayuntamiento. En ese tono entre divertido y oscuro que solía usar a veces. Bueno, pues todo el año entero liado con el puticlub de los cojones y además buscando mobiliario con tetas que fuera a juego con esa monstruosidad con neones rosas, verdes y azules, cerca de una carretera de mala muerte. Carlo pretendía poner eso en mitad de una ciudad grande de la costa, tuve que explicarle que si se da tanto el cante hay que pagar a muchos políticos que de pronto se convertían al puritanismo y a la legalidad si no veían sobres y sobres llenos de billetes. Los mismos que irían gratis a disfrutar del sitio cuando todo estuviera en marcha. Además, Carlo venía con la idea de una tarifa plana para toda la noche dedicada a clientes que lo quisieran pagar. Una puta locura que decía que había funcionado en varios locales suyos en Italia. Si lo de los rusos y lo de los italianos se salía de madre, yo ya sabía lo que duraría en el negocio de los vivos. Nada.
Como ese año y parte del siguiente me lo estaba fumando, bebiendo y esnifando con ganas, no me di cuenta de que Ernesto me tenía vigilado. Idiota fui. No sabía que todo esto se había puesto en marcha desde el momento en que los barandas del blanqueo me dieron la oportunidad de las peluquerías y los taxis. ¿Por qué me confié tanto? Porque pensaba que mientras les diera beneficios y ningún problema me dejarían ir a mi aire. Idiota fui.
A finales de año, con las obras muy avanzadas pero sin terminar, porque eran una obras del copón, y con Dimitri cambiando los planos de todo; que si esta casa con porche, que si aquí no hay jardín, que si aquí la piscina entra dentro de la casa con una arcada acristalada. Carlo también se sonaba los mocos conmigo porque se había caído uno de los muros de carga y se montó ladediosescristo. El italiano llamó a unos paisanos suyos. Diez albañiles, un contratista y un aparejador terminaron en los cimientos de los muros que se habían caído. Dentro del cemento, claro. Me hizo ir a verlo el día en que echaron el hormigón fresco con los cuerpos dentro. Luego me dio una palmada en el hombro y me dijo: “Qué ingenua es la gente honrada”. Los planos estaban mal, claro, trasegando roncola como si los arquitectos no tuvieran hígado qué se podría esperar. El mundo es así. Siempre hay alguien que termina ahogado en cemento. Los honrados no aguantan el tirón.
A finales de año, antes de Navidad, nos reunimos con Ernesto. Dimitri, Carlo y yo. Dimitri había puenteado a mi socio y había hablado con uno de los jefazos de Ernesto. Estaba cabreado, lo justo para matar con la mirada. Lo justo. Dimitri saco dos pistolas y las puso encima de la mesa. Carlo se reía divertido con la cosa. Ernesto, tranquilo, como si estuviera hablando del tiempo dijo que las sillas estaban electrificadas, se puso a explicar cosas de voltios y amperios y mierdas así. De pronto, el culo me pesaba dos toneladas. Añadió que si alguien se levantaba lo más mínimo del asiento se cerraría el circuito y habría huevos cocidos para cenar. Dimitri cogió una de las pistolas y la montó en un segundo, amenazante. Ninguno nos movimos de las sillas, por si acaso no era un farol. Ernesto no hacía nada, lo miraba tranquilo y le dijo al ruso que no le gustaba que se saltaran la cadena de órdenes. El banquero con el que habló Dimitri lo había llamado descontento con la gestión que se le había encomendado a mi socio. El ruso dijo que tenía mucha gente detrás que podría solucionar todo esto a bombazos, no dijo a tiros, no, a bombazos. Supongo que estaba pensando si le compensaba pergarle un tiro allí mismo o negociar a punta de pistola. Ernesto, lentamente llenó su vaso con agua de la botella de la marca que le gustaba, una francesa, Parry o Perry o algo así. Se llevó el vaso a la boca y miró por un instante hacia un espejo grande que había en la pared frente a él. El ruso comenzo a temblar y a salirle humo del pelo, que salió ardiendo, los ojos se le hincharon y la piel se le puso oscura. Olía a cerdo a la brasa. Allí mismo cayó muerto. Un pestazo. Carlo miraba la escena como si no fuera con él. Yo no sabía qué hacer. Me iba a tapar la nariz con un pañuelo sin levantar el culo del asiento, cuando Ernesto me dijo que no con un movimiento de cabeza. Guardé el pañuelo al momento. Carlo dijo que se quedaba con la parte rusa. Ernesto asintió con la cabeza y lo despidió de buenas maneras, haciendo antes una seña al espejo de la sala e invitándolo a una partida de golf antes de las fiestas. A mí me dijo que me quedara.
Hizo otra seña con la mano al espejo, supongo que detrás había alguien controlando lo del asador de pollos, o de pollas, uno de esos espejos que son cristales por el otro lado. Me dijo que ya me podía levantar de la silla. Con miedo, me levanté despacio. Muy despacio. Nos fuimos a la biblioteca, dijo que tenían que limpiar su despacho de barbacoa de ruso. ¿No hubiera sido más fácil pegarle un tiro al ruso? ¿O mandar a alguien que lo hiciera? Me acojonó el saber que podría tener más trucos de esos por toda la casa, o en su coche o en... ¿A quién coño se le ocurre meterle voltios a las sillas? ¿Y lo del espejo doble? Supongo que los años de relaciones con los barandas debió volverle la cabeza del revés. En el camino le pregunté con mucho cuidado por lo de las sillas y lo del espejo raro. Con una media sonrisa que no sabía si era buena o mala señal, me dijo que lo había visto en una película y que le había parecido una idea cojonuda y barata. ¿Pero qué cojones de películas veía este tío?
En la biblioteca, me hizo preguntas sobre Ana y sobre mí. Me entraron escalofríos y sudores. Le dije que la idea de usarla como imagen de campaña para los nuevos proyectos era una idea genial, además, así la promocionaba. Me preguntó si pensaba que daría la talla. Y le respondí lo primero que se me vino a la cabeza. Sólo quería largarme de allí y no volver. Mentira. Estaba tan acojonado que no sabía si me iba a quitar de en medio allí mismo. Pensaba en el plan desquiciado que había pergeñado Ana para cargárselo y que ahora me parecía una idea suicida.
Con una sonrisa de la suyas, cambió de tema y me dijo que habían llegado a un acuerdo con una de las empresas de Inés, de las legales, para las nóminas y el papeleo del día a día. Dije que me parecía buena idea. Ahora sí que quería largarme. Como me vio las intenciones me dijo que ese año a lo mejor la fiesta de Navidad se haría en la costa, donde el chiringuito de Carlo. Me dio la mano. Cosa rara. Me marché. Cagado como cuando era un crío y mi madre me daba una paliza por cagarme en los pantalones.
Sabiendo que los rusos de Rusia, amigos de Dimitri, no dejarían pasar lo sucedido, que las preguntas sobre Ana llevaban alguna intención y que estaba metiendo en su círculo a Inés con la excusa de las nóminas, tenía que ser más hábil que él pero no tenía ni puñetera idea de cómo hacerlo. Tampoco era tan listo. Tampoco lo soy ahora. Las cosas iban rodando cuesta abajo, o cuesta arriba, según se mire.
Con el año nuevo recién entrado se me disparó la cosa del corazón y terminé en el hospital, para entonces ya era un puto drogata que me creía el rey del mambo. Pero que necesitaba más dinero para pagar el vicio. Mucho más. El mierda corazón no había aguantado la tralla que le había dado. Quince días de tratamiento y estaba como nuevo. Nuevo de segunda mano, ya se entiende. Nadie vino a verme.
Cuando salí -T-k-clac-. Coño, la cinta.
(Continuará...)