Las nubes empujaban el tiempo en la sonrisa del céfiro. El pestañeo del sol era incontable y el dolor difuso. Gottlieb pastaba cerca de la laguna, ignorando el contenido del vacío que se filtraba en el corazón de su amo y le retenía sin brida alguna a él.
Las manos estaban resecas de sangre, la armadura magullada y el orgullo, mancillado. Sin embargo, Sigfrido estaba tranquilo. Seguramente por falta de fuerzas, aunque también porque sentía en su ánimo una calma no corriente.
Había sido derrotado, pero no justamente. No era el sabor de la derrota lo que le quemaba el alma, sino la ruptura de las normas del juego, la falta a su honor inmerecida.
La espada del enemigo seguía clavada en su bazo, mientras sentía el alentado latir de sus entrañas. Edelweiss lo ayudaría, a cambio de unos pequeños favores, como siempre. Su cabaña no se encontraba lejos, y la comunicación no verbal era suficiente como para que su corcel lo llevase a la gran estancia de pócimas y esotéricas palabras. No era el dolor físico lo que le preocupaba.
Unas gotas cayeron desde el cielo sobre sus mejillas, despertándolo del trance. Con las dos manos se arrancó la espada del costado y la clavó en la tierra. Apoyándose en ella se irguió tambaleante y juró venganza.