Los mechones rubios bailaban con el viento al compás de la crin de Gottlieb. El amanecer guiaba a una aldea de molino de agua fresca. Sigfrido detuvo su corcel y puso los pies en la tierra tranquila. Había demasiado silencio.
Se acercó con cuidado a una casa y miró por la ventana. No parecía haber nadie. Inspeccionó el resto de la aldea con el mismo resultado, mientras su caballo calmaba la sed en el río. Se oyó el ruido de un cristal roto a lo lejos. Sigfrido buscó la fuente. Tras la clara aldea se situaba un bosque oscuro. Gottlieb se negó a entrar.
La espada temblaba y sospechaba que algún entuerto debía pronto desfacer. La luz no podía atravesar la densidad de los árboles y la salida quedaba ya atrás del caballero. Los ruidos extraños lo llevaron a una mesa redonda en mitad del bosque y a unas copas destruidas en un charco de cristal y vino. El patriarca yacía anejo. Sus últimas palabras clamaban venganza mientras hablaban de secuestro y encantamiento.
Difícil desenlace podría tener la espada contra la magia. Sigfrido se sintió tentado de salir huyendo. Pero debía hacer frente a su destino, por duro que fuera.
Prosiguió su adentrar con la espada firme y se enfrentó a oscuros subterfugios llenos de falsas ilusiones y sangre verdadera.
La risa de los niños, la tristeza por la pérdida del abuelo. La claridad volviendo al bosque. Gottlieb galopaba pausado mientras Sigfrido sacudía su mano en señal de despedida.