Nos fuimos quedando solos: el mar, el barco y nosotros.
Poco a poco fue desapareciendo de los muelles la carga que transportábamos: otros buques más rápidos ofrecían fletes más baratos. Otras fábricas manufacturaban más deprisa. En otros cafetales se pasaba más hambre.
Nos fuimos quedando solos.
Los bancos dejaron de escuchar al armador y los prácticos de los puertos nos dejaban a menuda trasnochar en mar abierto. Amarrar cuesta dinero, y no había dinero a bordo. Ni en la oficina de la naviera. Ni clientes a la espera de nuestro regreso.
Nos fuimos quedando solos.
En Montevideo nos dijeron que no podríamos volver a España. La naviera había quebrado y el barco se vendería como chatarra. El capitán y los doce tripulantes volveríamos en avión. Tampoco teníamos dinero para volver y tuvo que ocuparse de ello la embajada. Al principio se ocuparon de nosotros, pero luego se cansaron de aquellos marineros viejos y malhumorados.
Y nos fuimos quedando solos.
Dormíamos en el barco. Comíamos en el barco. Bajábamos a tierra sólo a enterarnos de la ausencia de novedades. Se arreglaron al fin los visados y once marineros sufrieron la humillación de regresar en un vuelo chárter. El capitán se quedó: sentía que era su deber también en aquel tipo de naufragio. Yo llevaba veinte años como segundo y me quedé con él. En el barco abandonado.
Nos quedamos completamente solos.
Dos semanas tardaron en arreglarse las diligencias para embargar el buque. El capitán tardó tres en enfermar y cinco en morirse. Podría decir que murió de pena, pero no quiero poesías: murió de una angina de pecho. Los marineros se entierran donde el mar los arrastra: no tenía familia y no mandé repatriarlo.
Al barco y al capitán los llevaron al cementerio. En una sucia ensenada esperaban treinta barcos el infierno del soplete. En una recia colina, once millas más abajo, encontré un pueblo de pescadores donde no pidieron nada por cavar una tumba para un marinero más. Para un marinero menos.
Me quedé solo del todo.
Entonces fui a la embajada y arreglé el viaje de vuelta.
El día que me marchaba suspendieron aquel vuelo. Se desató una tormenta que amarró a tierra por igual barcos y aviones. Hubo olas de quince metros y vientos de sesenta nudos.
La tormenta duró dos días y cuando iba a marcharme, me llamaron de la embajada. Era la funcionaria morena que simulaba comprendernos, pero no me hablaba ya como a un niño perdido en unos grandes almacenes: me hablaba como se habla a un mendigo después de saber que en realidad es un millonario disfrazado.
Nuestro barco había desaparecido de la sucia ensenada donde esperaba su final. El fuerte oleaje había sacado varios buques a mar abierto y los había vapuleado a su antojo durante dos días.
Nuestro barco había encallado, once millas más abajo, frente a un recio promontorio, en un pueblo de pescadores, frente a la tumba del capitán. Reflotarlo costaría más de lo que valía su chatarra. Allí se quedaría hasta disolverse en óxido.
Allí se quedaría cien, quinientos, o mil años.
Aquello era el fin. Cogí el avión y regresé a casa. Con una sonrisa de un hombre que no sonríe y un poema de un hombre que no es poeta:
Nos fuimos quedando solos
el mar, el barco y nosotros.
O no tan solos, quizás,
pues no están solos jamás
los fantasmas y los locos.