Hubo una vez una ciudad con los edificios más altos posibles. La explicación radicaba en el comportamiento de sus habitantes, que deseaban ocultarse del mundo, recluirse entre los muros-viviendas más elevados.
En una plaza de un tono como la arena gris debido a la capa de polvo que la protegía, se encontraba anclada una farola con el cristal roto, donde su bombilla seguía intacta, iluminando día y noche con una luz cercana a la opacidad. Bajo la farola se encontraba de pie un espejo de cuerpo que reflejaba los brillos con cansancio. Frente a éste se hallaba una muchacha, que observaba su rostro entre los resquicios del cristal que la suciedad aún no había dominado.
Un día un joven paseaba por esa zona. Resultaba imposible no fijarse en aquella chica frente al espejo. Se acercó para posicionarse y apreciarse al igual que ella. Se fijó que el reflejo estaba eternamente empañado, moviéndose entonces para buscar la postura idónea y apreciar aunque fuese su rostro. Muy difícil.
—Qué bonitos ojos verdes tienes —pronunció ella sin dejar de mirar el espejo—. Verdes oscuro. Más bien verdes agua.
Él no dijo nada, se limitó a buscar entre manchas su propia mirada para asegurarse sin necesidad del color azulado de su iris. Sin embargo no quedó seguro de los colores de aquel yo dentro del reflejo. Se sintió daltónico. La miró para preguntarle, pero la chica se adelantó:
—¿Te gustaría quedarte aquí conmigo? —preguntó mirando hacia la zona del rostro de él en el espejo. Al chico le resultó que ella tenía cierto encanto.
Afirmó y se quedaron ambos mirando tal turbulencia visual estática. Pasó un rato antes de que comenzasen a hablar, una al lado del otro con la mirada al frente. Enseguida hubo química, buenas vibraciones que dijo ella, pero él se sentía un tanto incómodo por tener que hablarle a partir del reflejo. No supo disimularlo, y eso la puso nerviosa, aunque no tanto como cuando el muchacho la miraba a ella directamente.
Comenzó a anochecer, hecho que identificó él debido al brillo de la farola infiltrándose con esfuerzo en sus sombras. Pidió disculpas por tener que marcharse. Ella le clamó que regresase al día siguiente. Afirmó con la cabeza y giró para marchar con prisa.
Regresó cada día para estar con ella. Apareció a la misma hora del día anterior, pero confirmó que ella estaba siempre allí conforme decidió con ganas aparecer en cada vez un poco más temprano. Ella le contaba sobre su vida, sobre cómo era y qué le gustaba. No tardó en abrir la confianza para hablar sobre sus sueños y objetivos. El corazón del chico fue cambiando de ritmo al tiempo que se acostumbraba a la presencia y al olor de la chica. En los primeros días lograba hacer notar su palabra, pero poco a poco decidió enmudecer para escucharla. Días después, dos hechos le enterraron dentro la semilla de la intranquilidad. Uno fue cuando intentó limpiar el espejo, acción que alteró a la chica hasta el punto de apartarlo de un empujón. El otro dolió tanto como un veneno retardado conforme analizó que ella no preguntaba por él. Las veces que lograba pronunciarse, no parecía entrar en aquella mirada ensimismada en el reflejo ensuciado, y si lograba preguntar, ella apenas recordaba los datos que él pudiese dar sobre su vida o forma de ser.
Los días continuaron pasando hasta el punto de perder la cuenta por puro desinterés. Ella seguía tan idéntica como la función del espejo. Él se mostraba distante. Sucedían días extraños en que hablaban menos, y al hablar resultaba entre forzado y por compromiso. Eso le hacía preguntarse al chico por qué seguía acudiendo a la plaza gris del espejo. Recordó que el mero estremecimiento al verla, olerla y oírla ya merecía la pena, colocándose fiel y autómata a su lado, siendo el mejor a la hora de entrever e imaginar la imagen que el espejo devolvía de ambos. De normal ella comenzaba a hablar y daba la impresión de no parar hasta el atardecer, que en ocasiones llegó a ser una noche iluminada por una bombilla fatigada por el peso de la tierra y el polvo.
La estación cambió, y eso motivó al chico para decirle a su amiga que iba a dejar de quedar en ese punto tan a menudo como venía haciendo. El silencio decepcionado fue la respuesta, pero a él no le importó, más dolido cuando no estaba allí y recordaba las características de la muchacha. Lo que fue una aparición cada dos o tres días, se prolongó a una semana. Después cada dos. La suma continuó y resultaron los meses. Él le decía que daba gusto tener a alguien al que poder acudir en cualquier momento. Tuvo la impresión de que había pasado un año desde que se conocieron. Ella seguía igual, tan perfecta y animada frente a aquel reflejo cada vez más oscuro. Siempre que se sentía un poco triste, acudía al lugar y se dejaba llevar por su voz de sirena encallada.
Una tarde donde el tono del sol semioculto entre edificios coincidió con el de la pobre iluminación de la farola, ella reaccionó y abalanzó la mano hacia el lado. No agarró nada, presionada con suavidad la palma por el escurridizo aire. Se quedó mirando al suelo. Las sombras rodeaban el entorno. Regresó la mirada hacia el espejo, donde se intuía una silueta deformada.
Entre esos días de vacío a su lado, un joven se acercó. Éste miró con extrañeza hacia el espejo, a lo que ella aprovechó para decirle:
—Qué bonitos ojos azules tienes —pronunció sin dejar de mirar el espejo—. Azul oscuro. Más bien un azul aguamarina.