Iba acompañada de Biombo, un perro Gran Danés, que olisqueaba cada rincón de la naturaleza en aquella zona repleta de robles. Levantó la pata dispuesto a marcar territorio. La niña brincó y rio, tapándose los ojos con las manos. Esperó a que el sonido cesara. De nuevo el ambiente quedó curioseado por el olisqueo alternado de resoplidos.
Apartó las manos y se dejó llevar por la observación. Se encontraba rodeada de árboles que se acompañaban sin arrimarse. Anchas maderas cubiertas de una corteza oscura, con copas esclarecidas por un sol que jugueteaba entre las ramas a formar sombras serpenteantes en el suelo herboso. La niña se movió dispuesta a dar una vuelta completa a uno de los robles. Con un caminar dubitativo, lo consiguió. Repitió el proceso. En la tercera vuelta produjo una risa triunfal, obligando al aire a transportarla.
Las nubes del cielo caminaban con prisas. La parte superior de una nube inmensa y acaparadora se encontraba iluminada, separada de su grisácea parte inferior por una línea perfecta, donde digería un tono anaranjado. Rozaba sin dolor una montaña, pareciendo un relieve sobre su cuerpo grumoso. Al terminar su juego del momento, la niña observó el cielo. Conforme la nube se desplazaba, su vista se distrajo con la línea del horizonte.
—Hay que ir más allá de la línea del horizonte —le decía su padre—, comprobar que hay allí. Aunque existen personas que se limitan a observarla durante su vida. No quiero que te quedes observando la línea del horizonte para siempre.
¿Me escuchas?
Mientras recordaba las palabras tenía la punta del índice en la boca. Se toqueteaba el labio inferior al tiempo que permanecía embobada, como si el alma se le hubiera ido por un momento. Recordó pestañear y giró en busca de Biombo. El animal iba olisqueando con la cabeza gacha. Trazaba un trayecto formando eses poco pronunciadas. Se detenía un momento. Proseguía. Una flor al pie de un roble le llamó la atención, oliéndola por un momento. Rebuscó justo al lado, mordió arrancando unos hierbajos, y sin premeditar se desplazó en dirección detrás del árbol. El perro apareció al instante por el otro lado del tronco, justo cuando terminaba de masticar y engullir. Se detuvo y alzó la cabeza indignado con la lejanía. Mantuvo la postura, las orejas realizando medias flexiones un par de veces. Otras dos. Entonces miró hacia la niña, poniéndose a jadear al tiempo que meneaba la cola.
La pequeña comenzó a moverse en su dirección, iniciando la torpe carrera con un bote nervioso. El perro se acercó casi brincando, y una vez a la altura lamió la cara de la niña con dedicación, mañoso al esquivar las manos que intentaban apartarlo con educación juguetona. La niña lo abrazó en el cuello, notando su textura suave, acorde en la impresión con el brillo de su pelaje. Ruidos de chapoteo provocados por la lengua, combinados a la perfección con los quejidos amables y las risas de la joven humana, que insistía en apartarse, acariciarlo, recibir la acometida y abrazarse al perro antes de repetir el proceso.
—Te “tiero” —le dijo la niña.
Cada uno se apartó. Biombo miró hacia uno de los robles repartidos por el paisaje, y la niña hizo lo propio. El perro realizó un ademán, pero se mantuvo, estirando el cuello dirección a un punto fijo. La pequeña se mantuvo mirando hacia allí, nerviosos los ojos al no encontrar qué veía el animal. Se llevó la uña del pulgar a la boca. Dio un sobresalto conforme el perro dio un leve ladrido y realizó otro amago. Hizo vibrar los pechos con la frecuencia de un gruñido continuo que acalló de golpe. Biombo se abalanzó.
La niña retrocedió analizando la acometida del perro hacia una flor. En la distancia, al tiempo que se levantaba una leve nube de tierra, apreció cómo el animal ladraba al aire. Se fijó en el punto volador que realizaba ochos indecisos, punto móvil que preveía las acometidas del gigantesco perro. La pequeña supo intuir que se trataba de una abeja, y se acercó para confirmarlo. El insecto se alejó hacia el cielo, probablemente a una colmena entre las nubes, dedujo.
Enseguida olvidó a la abeja y se agachó para observar la flor. Era de pétalos rojizos traslucidos, y la combinación con la luz los anaranjaba y amarilleaba. Acercó la cara y aspiró con fuerza hasta el punto de toser. El olor de la flor había penetrado en sus fosas y pudo sentir el centro de su nariz dulzón, un tanto picante. Repitió el procedimiento con más cuidado, asimilando en las paredes de los conductos esa caricia o brisa de la fragancia. Conforme aspiraba fue formándose su sonrisa. Giró la cabeza conforme Biombo ladró. El perro se posicionaba frente a un roble. Un borrón salió disparado hacia un lado. Observó cómo la ardilla daba la sensación de chocar con el roble más cercano, escalando con brincos verticales, resultando grácil su cola. Biombo resopló y gruñó al mismo tiempo, y noble alzó la cabeza para vigilar. Se movió irresoluto hacia el otro árbol. Husmeó las gruesas raíces que sobresalían y metió el morro por debajo de una. Reintentó lo imposible un par de veces y entonces sustrajo la cabeza. La alzó para mostrar el hocico manchado de tierra húmeda. Abrió la boca para bostezar, asomando por un momento la lengua como un tobogán. Cerró y miró hacia ella. Biombo parecía entre ausente e irreconocible, pero sus ojos cambiaron el brillo al tiempo que se posicionaba agachado meneando la cola.
La niña rio y se sentó sobre el suelo. Dio unas palmadas y llamó al perro. Biombo ladró. Ella rio de nuevo y el quejido lastimero del canino inundó el aire en el mismo instante que se produjo la explosión en el costado del animal. Biombo yacía de lado sobre el suelo, respirando con dificultad. Daba silbidos lastimeros, sin pestañear ni mover la cola. El charco de su esencia comenzaba viscoso a extenderse.
La fragancia de las flores quedó camuflada. “Le he dado, le he dado” y un “Estás colgado” entre risas como golpes. La niña permanecía pestañeando las mismas veces que el perro. De la boca surgió su baba sin impedimento, manchando primero su ropa, luego el suelo.
—¡Me prometiste que tendría un final digno!
Hubo una reacción por parte de la niña y se levantó. El interior del perro ya formaba fuera un mar del que surgía a su vez un río sinuoso y oscuro. A la altura del perro olía a tierra removida.
—Han sido unos hackers. Bromistas inconscientes.
—¡Me prometiste que mi hija tendría un final digno!
La cabeza del animal daba espasmos. Su cuerpo se hinchaba y vaciaba constantemente, resaltando su aspecto, que de repente parecía como si llevara muerto un par de días. Sus ojos, ahora blanquecinos con un contorno azul, buscaban por ella sin lograrlo. Podía olerla con esfuerzo por el agujero no taponado de sangre.
Ella permanecía inmutable, escuchando las voces de su cabeza situadas en el exterior. Reconocía a un hombre enfadado y a otro rogante. Una mujer lloraba en el fondo. Las voces las provocaba su cabeza, pero tenían vida más allá de ella.
El perro tenía un agujero en el costado. Huesos puntiagudos asomaban en el borde superior de la herida.
La visión de la herida fue profundizándose. Poco a poco la vista fue invadida por la negrura del centro de la hendidura de carne. Entonces hubo nada.
En la cama de un hospital yace una niña con unas gafas de realidad virtual colocadas. Parece dormida, aunque no lo está.
En el electrocardiograma figura una línea y emite ese pitido constante tan característico. La línea asemeja a un horizonte para siempre.