Todo el mundo cree que fue en noviembre del año ochenta y nueve, después de que Gorbachov intentara, con su Perestroika, reflotar un sistema que se había ido vaciando lentamente de fuerzas y perspectivas. Lo que sucedió entonces es de sobra sabido: la apertura trajo consigo el derrumbe del bloque comunista y, en cadena, fueron barridos uno tras otro los gobiernos de nuestras naciones aliadas, incapaces de resistir los destellos de neón y el olor a hamburguesa procedentes de las avenidas comerciales de Occidente. El certificado oficial de defunción fue la caída del Muro de Berlín y el entierro de nuestro proyecto se consumó con el humillante desfile de antorchas con que nos despidieron de esa ciudad unos meses más tarde.
Lo que casi nadie sabe es que muchos años antes yo mismo vi caer el Muro, y supe casi a ciencia cierta lo que pasaría más tarde. Lo de las antorchas era imprevisible, pero lo otro lo vi venir, se lo aseguro; y podría demostrarlo si fuese necesario, porque en Moscú, en alguna parte, está el informe que envié sobre el asunto a mis superiores del KGB. Por mucho que digan lo contrario, estoy seguro de que el informe sigue existiendo: en Rusia quemamos los archivos, pero sólo después de hacer dos copias de todo. Sólo falta que alguien decida sacar a la luz ese legajo concreto y entonces se reconocerá mi visión de futuro.
Fue muchos años antes del ochenta y nueve. Antes incluso de que Reagan fuera presidente e inventase la Guerra de las Galaxias para llevarnos a la quiebra, y antes también de que hicieran Papa a aquel polaco integrista que lanzó su carcoma de bendiciones y sotanas sobre nuestras masas obreras.
Fue en el año setenta y cuatro, cuando en Occidente intentaban aún salir de la escasez de petróleo y del desastre que produjo en su sistema productivo el aumento de precio del crudo. Después de su enésima guerra con Israel, y viendo que Occidente les había dado una vez más la espalda, los árabes decidieron cerrar el grifo y pusieron al capitalismo contra las cuerdas, al menos durante unos cuantos meses.
En el bloque socialista las necesidades eran mucho menores y capeamos bastante mejor que ellos aquel temporal, echando mano de nuestras propias reservas y de unas cuantas alianzas ventajosas: al fin y al cabo no éramos nosotros los que armábamos a los israelíes ni los que vetábamos cualquier resolución que la ONU propusiera contra ellos, así que los árabes nos trataron mejor.
En aquel momento, con el capitalismo sediento de su sangre negra, teníamos una oportunidad inmejorable de volver a ponernos por delante, y los esfuerzos para conseguirlo, tanto materiales como ideológicos, se redoblaron en todos los frentes. Era nuestra gran ocasión y no podíamos desperdiciarla.
A mí me habían destinado a Berlín un par de años antes y no hacía mucho que habíamos logrado uno de nuestros mejores éxitos: obligar a dimitir al mismísimo canciller federal, Willy Brandt, después de que se descubriese que su secretario personal era un espía de nuestro bando. Para nosotros fue un golpe duro perder un topo de tanta categoría, pero no tan duro como para ellos lo fue encontrarlo.
En aquellas fechas se vivía en la República Democrática Alemana cierto ambiente de euforia por haber conseguido semejante éxito en el constante enfrentamiento con los arrogantes vecinos capitalistas, siempre empeñados en comparar nuestra austeridad con su supuesto milagro económico. La de los alemanes del Este era una victoria de la inteligencia sobre el dinero y eso, en cualquier época y lugar, siempre produce una satisfacción especial.
El ambiente había mejorado tanto que, en aquellos meses, fueron muchos menos los que intentaron cruzar el Muro para huir al otro lado, y hasta acudían más ciudadanos a las concentraciones y actos oficiales. Las banderas rojas de la Alexanderplatz flameaban más rojas que nunca, y hasta parecía que por fin se iban a cumplir fácilmente las cuotas de producción del último plan quinquenal. La moral de la gente se había elevado, y con la moral, la esperanza y la determinación de sacar adelante un país que prosperase basándose en un ideas distintas de lucro y beneficio. Después de veinticinco años de machacar sobre la misma idea, por fin empezábamos a conseguir que la gente comprendiese que lo que verdaderamente une y construye una nación es un proyecto de futuro y no un pasado compartido, una ideología y un modo de vivir, y no la nostalgia rancia. Yo siempre lo decía en las clases de marxismo que impartía en la academia militar: si el pasado fuese más importante en nuestras vidas que el futuro, nos casaríamos con nuestra madre en lugar de con la hija del vecino o con la compañera de trabajo.
Las cosas fueron bien durante todo el año, y en julio comenzó el mundial de fútbol, lo que podía ser una nueva ocasión, muy importante, para consolidar nuestro bloque. Dos años antes había tenido lugar el rotundo fracaso de los Juegos Olímpicos de Munich, con la muerte, televisada en directo, de medio equipo olímpico israelí y cualquier imagen de unidad, por comparación con aquella, iría en favor nuestro.
Tanto Rusia como Alemania Federal se habían clasificado para la fase final, y las dos selecciones resolvieron su primera ronda de enfrentamientos cumpliendo los tópicos, que ya por entonces eran los mismos de hoy: Rusia jugando bien y ganando a duras penas, y Alemania Federal jugando bronco y feo, pero ganando todos los partidos.
Lo mejor, para nosotros, de aquella primera fase fue que en el sorteo le tocó jugar a Alemania Federal contra la República Democrática, y pudimos ver cómo en las calles y en todos los lugares de reunión la gente apoyaba sin reservas ni medias tintas a su selección. Temíamos que un enfrentamiento entre las dos alemanias enfriase el ambiente combativo y permitiera avanzar posiciones a cierta indiferencia, de origen nacionalista y nostálgico. De suceder tal cosa, tendríamos que pensar que no habíamos progresado lo suficiente en el adoctrinamiento ideológico, pero no sucedió tal cosa: cuando en el minuto treinta y dos del segundo tiempo marcó Sparwasser para la República Democrática, toda Alemania Oriental coreó el tanto y agitó sus banderas revolucionarias.
El mundial continuó su curso y en la siguiente ronda debía enfrentarse la Republica Federal contra Rusia y la República Democrática con Brasil.
El Partido Comunista puso todo el énfasis en que aquel era un nuevo enfrentamiento entre los dos bloques, entre dos maneras de pensar, de construir el mundo, y de interpretar la existencia. Ellos jugaban por dinero y los nuestros por ideales. Ellos utilizaban el mundial como un escaparate para hacer subir sus fichas y los nuestros para traer a casa un trofeo que se uniese a los otros muchos logros del proletariado.
No se escatimó ningún esfuerzo en propagar aquella idea: hubo discursos, consignas, e incluso algún intercambio de puyas entre la prensa de las dos mitades de Berlín hasta poco antes de que comenzase el partido.
Aquel día me hubiese gustado poder sentarme ante el televisor, con una buena botella de vodka, para animar a los míos, pero alguien tenía que hacer el servicio callejero de control y vigilancia y me tocó a mí junto a Yuri Lesniakov. El mismo Lesniakov que hoy es diputado en Moscú y consejero de una empresa exportadora de gas.
Salimos a regañadientes del cuartel y, cuando nos habíamos alejado lo suficiente, saqué del bolsillo lo que entonces era un pequeño tesoro: una radio portátil que le habíamos incautado a un profesor sueco demasiado interesado en nuestras instalaciones ferroviarias, aunque no tanto como para crear un conflicto diplomático con su arresto.
El partido empezó bien para los nuestros. En los primeros veinte minutos chutamos cinco a veces a puerta y sólo la pericia de Maier, el portero de Alemania Federal, evitó que nos pusiéramos por delante en el marcador. Poco antes de que terminase el primer tiempo ellos avisaron con uno de sus chuts desde treinta metros, que se estrelló contra el larguero, y menos de un minuto después el equipo ruso estuvo de nuevo a punto de marcar con un cabezazo de Konkov que se marchó fuera por muy poco.
El segundo tiempo fue más igualado, tanto en juego como en ocasiones. Los minutos pasaban y todos temíamos que hubiese que llegar a la prórroga. Los nuestros defendían duro y los alemanes federales se lanzaban al ataque cada vez con más atrevimiento.
Entonces, en el minuto setenta y nueve, a once para el final, Beckenbauer dio un pase de arquitecto a Müller, que ejecutó sin piedad a nuestro portero Rudakov.
Y todo Berlín Este coreó GOOOOOOOOOOOOOOL a voz en grito. La gente se había reunido en los pisos que tenían televisor, y como el calor apretaba había muchas ventanas abiertas, las suficientes para que el jolgorio se escuchara claramente desde la calle.
La celebración duró poco, pero fue suficiente para nosotros.
—Son unos cabrones —dijo Yuri únicamente.
—La madre que los parió... —recuerdo que contesté.
Aquel día nos convencimos de que el Muro era inútil. Después, quince años más tarde, vino todo lo demás.